jueves, 4 de noviembre de 2010

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Las islas Lobeiras y el Cabo del fin de la tierra









Desde Caneliñas se distinguen dos conjuntos de rocas separados considerablemente el uno del otro. Son las islas Lobeiras. Quería llegar hasta ellas y observar desde allí el cabo del Fin de la tierra.
Había quedado con Arturo en el muelle de Cee. El día era bueno, estaba despejado y hacía calor. A las tres y media de la tarde no había más almas que dos pescadores de caña tratando de engañar a la fauna marina. Escudriñaba con la mirada entre las embarcaciones fondeadas que salpican el puerto cuando alguien asomó desde el interior de una de ellas. Levantó un brazo para saludarme a lo que, instintivamente y con entusiasmo, respondí con el mismo gesto.
Arturo y yo somos compañeros de trabajo. Aunque nos conocemos desde hace pocos años, es de los que considero parte íntegra del término amigo, más allá de lo que puede significar un colega de profesión. Es de esos tipos por los que, quien escribe, pondría, tirando del trabajo, la mano en el fuego.
Mientras ultimaba los detalles en la embarcación yo había dispuesto todo lo necesario para mi primera navegación e inmersión por la ría, esperando al pie de las escaleras del espigón a que el nauta me recogiese como pasajero.
- ¿Qué, estás preparado?, ¿sabes nadar? – Gritó desde el bote mientras hacía la maniobra de atraque. Arturo siempre bromea y pocas veces dice una frase sin soltar una risa en el medio.
Salté con el ímpetu de un pirata que aborda un galeón cargado de tesoros, donde la riqueza que me iba a encontrar estaba en la convivencia de una tarde perfecta.
Empecé a curiosear la lancha. El capitán añadió a su forma original una cabina construida con materiales de fibra y lona, además de algún que otro apaño que le concede una serie de compartimentos muy útiles. La bautizó con el nombre de “Xemeliñas”. Les diré que tiene dos hijas de la misma edad.

Hasta que un atropello en tierra lo jubiló, lo acompañaba siempre un marinero fiel en cada una de sus singladuras. Roy nunca fallaba. Un chucho pequeño, de esos que podrían pasarse el día ladrando, pero Roy no es de los que ladra en balde, ni tan siquiera en las tardes de buceo cuando veía desaparecer a su capitán bajo las aguas oceánicas, guardando la templanza que solo algunos tienen ante situaciones inciertas. Se mueve por el bote con toda la diligencia que requiere un segundo de a bordo para informar de cualquier novedad. Lo más gracioso era verlo en proa, recio y desafiante, firme, con mirada al frente, buscando la salida de la ría. Pendiente que ningún bajo asome entre las aguas. Ojos de bonachón, mandíbula inferior saliente y dos largos, viejos y ocres colmillos que casi tocan la nariz. Roy disfruta del paseo como nadie. Es cariñoso y leal, insisto en lo último. Nunca se sumaría a un motín. Yo alentaría una rebelión si un capitán lleva una regia dictadura. El problema vendría después, cuando la marinería tomase el timón y reinase la anarquía. Esa situación se convierte en una bomba de mecha y tiempo contado. Entonces los grupos se separan. Están los que establecen unas pautas y acatan unas reglas mínimas de comportamiento y convivencia y están aquellos espíritus que se empeñan en fastidiarlo todo, no teniendo más palabra en su boca que la inconformidad perenne. Recuerdo una cita del actor y comediógrafo inglés Alan Bennett: Intentamos establecer una comunidad anarquista, pero la gente no obedecía las normas.



- Otra cosa, por muy mal que te vaya nunca comas raya – me espetó riéndose a carcajada. Después me explicó el motivo pero prefiero obviarlo para no herir la sensibilidad de nadie.




Libres de obstáculos, aceleró la marcha con la potencia que le permitía un motor de veinticinco caballos y una mar que pretendía despertar de la calma chicha. En popa, la estela que deja la hélice es el perfecto dibujo de una flecha de espuma que parece indicarnos la dirección correcta hacia la salida de la ría para encontrarnos con un horizonte casi infinito. Navegamos a los pies del Castillo del Cardenal, que pertenece al ayuntamiento de Corcubión. Su construcción comenzó en el año de 1741 bajo la dirección de La Ferriere. Su misión era la de defender la entrada de la ría junto con el castillo del Príncipe, ubicado al otro lado, en la parroquia ceense de Ameixenda; construido en la época de Carlos III al que se le sumó, a esa labor defensiva, el Castillo de San Carlos en Fisterra, también construido en el período del mismo monarca. En la actualidad, las dos primeras fortificaciones fueron transformadas en residencias privadas y la última en museo. En el siglo XVIII los vecinos de Cee y Corcubión participaron en el combate contra los ingleses que tuvo lugar en aguas fisterranas. Más desafortunada sería la resistencia contra los franceses a los que en 1809 propinaron una sonada derrota, los cuales, en represalia, penetraron en las villas saqueándolas e incendiándolas.
Me contó mi capitán que en una de sus inmersiones en la ría, localizó en el fondo rocoso los cañones de un galeón y que tal hallazgo lo puso en su día, en conocimiento de Patrimonio. También se interesó cuanto percibiría por su extracción. La oferta económica de las instituciones no compensaba sus esfuerzos por sacarlos a la superficie así qué, allí siguen, formando parte de un paisaje del que no todos los que llegan como turistas pueden disfrutar, al menos hasta el momento.

- Mira – dijo con la sempiterna sonrisa en la cara, aprende, rumbo 210 SW, nunca apartes de él, si lo haces vas a perderte y sabe Dios donde vas a aparecer y por encima tendremos que salir a buscarte. Aún tenemos una media hora de navegación – continuó.
Cuando el bote superó el cabo de Cee, se me hizo casi quimérico centrarme en un punto, la mirada se me escapaba incontrolable sondeando todos los puntos cardinales y, miremos donde miremos, todo se antoja magnífico sobre esta naturaleza. El macizo del Pindo muestra toda su longitud hacia esta franja costera, siempre extraño, esotérico mundo pétreo. Disonante con el paisaje. Se distingue perfectamente ocupando la posición central, la cima de A Moa. También se vislumbra la esbelta silueta del pico Peñafiel. Su bloque cuadrado que constituye la cima, albergó en la Edad Media una torre, pero era esta figura geométrica y vertical, la que le otorgaba una apariencia desde el mar, de extraordinaria e inexpugnable fortaleza, recogiéndose esta visión marina en antiguos escritos.

O CAPITÁN

Arturo nació en Camariñas.
- Cuando terminé la mili cogí un tren con destino a Irún. Iba a embarcar en un buque de pesca de altura. Que iba a hacer meu chaval? – me pregunta. En Camariñas no te quedaba otra cosa – apuntilla.
Esbocé una leve sonrisa. Sigue – le pedí.
- No sé que se me pasó por la cabeza pero, en el último instante, en vez de ir al puerto me quedé en la estación y allí, en plena frontera, me metí en otro tren sin saber muy bien a donde iba y sin una peseta con la que pagarme el billete – explicaba con cara de trotamundos.
Escuchándolo y viendo su mirada, realmente creo que cuando salió de casa no llevaba un rumbo fijo en su mente, quizá era cualquier lugar y estoy seguro que si este tren diese la vuelta al mundo él la completaría, tal vez sin apearse en ningún sitio o tal vez permaneciese un tiempo en cada una de sus estaciones. Disfrutaba escuchándolo, con el sonido de fondo del mar rompiendo en la proa y el ruido sordo del motor que hacía avanzar el bote. Durante su viaje de polizón de ferrocarril, en más de una ocasión consiguió esquivar al revisor francés hasta que el cansancio le pudo y lo resignó a un profundo sueño del que despertó a la voz y los zarandeos del sorteado funcionario. La agudeza y rapidez de la improvisación y hacerse creíble, pueden salvarle a uno el pellejo ante un ambiente complicado.
- ¡La cartera, la documentación! ¡Police! – dije gritando mientras hurgaba frenéticamente los bolsillos de la cazadora vaquera. Yo me reí. Coño – continuó – acababa de despertarme y yo estaba que me caía ¡Police! – volví a gritar.
El revisor no pudo más que creerlo o al menos hacer que lo creía. En París, lo esperaba la policía. No podía quedarse, estaba indocumentado en tanto que las autoridades tenían la obligación de regresarlo de nuevo a España, pero Arturo encolerizó, no podía volver. Su brújula señalaba cualquier dirección menos la de regreso.
- Suíza, voy a Suíza, Ginebra, Gèneve, allí es a donde iba, pero me quedé dormido. Allí me esperan – corrigió.
No sabe de qué manera pudo ser tan convincente pero la policía francesa lo metió en un tren con destino a Ginebra y una vez allí, en la frontera con el país alpino, el mismo problema, las mismas artimañas de convicción.
- Un primo, me espera un primo con un contrato de trabajo, tengo que ir si no pierdo el trabajo, no puedo volver.
Al año siguiente Barcelona se despertaba como ciudad olímpica. Era un buen momento para regresar y buscarse la vida más cerca de casa. Enseguida encontró trabajo como camarero. Puedo imaginarlo desempeñando su labor con toda diligencia, siempre atento, siempre indiscutible ante sus recomendaciones culinarias. Entre plato y plato Arturo conoce gente.
- Volví a Camariñas después de dos años fuera. No me quedó otra que la mar. Dormíamos con la botella de whiskey en la litera, en un espacio muy reducido y moviéndonos al ritmo del oleaje. Lo peor era si tu posición estaba orientada de babor a estribor porque resultaba imposible estabilizarse en una postura. Lo mismo que mirabas a babor, un golpe de mar te empotraba contra las paredes de estribor. No te lavabas en mareas enteras y olías a salitre. Dormías no más de tres o cuatro horas al día y nunca en el mismo horario. El café corría por la garganta como el agua por el barco.
- Café, más café, taza de café, bebe – obligaba el cocinero a grito dictador para mantener al personal espabilado.

En Lobeira Grande fondeaban un par de embarcaciones y un grupo de gaviotas que, posadas sobre una roca, dejaban una buena estampa con el macizo del Pindo al fondo. Arturo me acercó al espigón para que saltase a tierra. Caminé por el cemento intimidado por el edificio del faro. La enorme construcción de piedra tiene sus paredes pintadas de blanco, cerrado a cal y canto con puertas y ventanas tapiadas, resignándome a una sensación de soledad completa. Me recorrió un escalofrío cuando recordé que a principios del año 1900 un fuerte temporal dejó aislada durante un buen tiempo a la familia que lo habitaba. Me recordó la historia a la película El resplandor. Por momentos siento hasta cierta envidia de esa vida apartada, como Robinsones. Lo malo es que aquí no hay una vegetación exuberante y la pequeña playa, repleta de conchas, está lejos de una estampa caribeña aunque, sin necesidad de todo eso, se me antoja paradisíaca.
Regresé al bote y observé como un frente plomizo que entraba del Atlántico, marcaba la línea del horizonte.
- Mañana está aquí pero verás como dentro de nada ya se nota en el mar – dijo Arturo.

El capitán ahora tiene otro bote más moderno. Roy ya no sale a la mar, se echó una novia que un día abandonaron a las puertas del Parque Comarcal de Bomberos Costa da Morte y que rebautizamos con el nombre de Lanza. Sin embargo, a veces, Arturo permite que en la navegación lo acompañen otros perros.

El Finisterrae aparece acostado sobre un océano adormilado. Puedo imaginar a un soldado romano contando que un día, en aquel punto extremo, dejó caer su espada para quitarse el casco en un gesto desesperado para taparse los oídos con sus manos porque un ruido estridente invadía su cerebro. De cómo se encogió sobre su vientre porque se le hacía insoportable aquel sonido y que, en un esfuerzo, levantó su mirada para ver como el océano hervía cuando el sol penetraba como un hierro al rojo vivo en un odre de agua. Que más allá de aquella línea de agua, sobre el horizonte más lejano que nadie pudiese imaginar no había absolutamente nada, sólo abismos.
Cesan los ruidos del día. Por un instante silencio. Tímidamente surgen los ecos de la noche. Penumbra.

El 16 de Julio de 1969 el cohete Apolo 11 abandona la tierra. Millones de personas están pendientes de un hecho que cambiará el rumbo de la humanidad y embarcará a tres personas, Michael Collins, Edwin Aldrin y Neil Armstrong hacia nuevos misterios. Cuatro días después, el módulo lunar Eagle alunizaba en el Mar de la Tranquilidad.
Cuenta Aldrin: “Estoy al pie de la escalera, dijo Neil. Las almohadillas de las patas del módulo lunar sólo están hundidas tres o cuatro centímetros. La superficie estaba formada por un polvo de grano muy fino. Ahora voy a salir del modulo lunar. Desde mi ventanilla observé cómo Neil movía su pie, desde el disco metálico situado en la almohadilla de la pata del módulo hasta la superficie formada por un polvo gris.
" Es un pequeño paso para el hombre, y un salto de gigante para la humanidad".


La gravedad lunar era tan leve que bajar por la escalera de mano era a la vez agradable y complicado. Ensayé varias veces cómo alcanzar el alto peldaño inicial y luego bajé de un salto hasta donde estaba Neil ¿Qué te parece? – preguntó Neil - Aquí tenemos una vista magnífica. Me volví y miré hacia el horizonte que descendía escalonadamente en todas direcciones. Como mirábamos “con el sol abajo”, más allá del borde de la Luna sólo había un vacío negro… Más allá, a la izquierda, pude distinguir el borde de un cráter más grande. Respiré profundamente, mientras se me ponía la piel de gallina”.






"Precioso, precioso - dije - magnífica desolación".