sábado, 25 de diciembre de 2010

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Mío al fin











Nunca he tenido un balón de fútbol. De niño mi esférico era un globo terráqueo, con un interruptor y una bombillita interna, sustentado a una base por dos ejes sobre los que giraba. En él aparecían todos los lugares de la tierra. Al menos los países, los ríos y los lagos; los mares y los océanos; los desiertos y las cadenas montañosas más importantes. Algunas veces jugaba a darle vueltas, la bola giraba y yo cerraba los ojos, entonces dejaba caer un dedo y soñaba que algún día viajaría hasta ese lugar, elegido al azar, para conocerlo, explorarlo. Sin saberlo, y perdonen la comparación, hacía lo mismo que Joseph Conrad.
Cuando era un niño tenía la pasión de los mapas. Me podía pasar horas mirando América del Sur, o África, o Australia, hasta perderme en toda la grandeza de la exploración. En aquella época había muchos espacios en blanco sobre la Tierra, y cuando veía uno que tenía un aspecto especialmente tentador (y eso que todos lo tienen), lo señalaba con el dedo y musitaba: “Cuando sea mayor iré allí”.
Sin embargo el destino marcado a la suerte por mi dedo nunca se posaba en ninguno de los Polos.
Sobre esos helados ejes, la historia nos dejó a dos hombres muy diferentes, tan extremos como los puntos en sí. Los romanos que llegaron al cabo Finisterre no buscaron el Fin de la Tierra, se encontraron con él y ante aquella vastedad oceánica no pudieron imaginar más que esa revelación geográfica.
Los exploradores que se movieron y se mueven hacia las tierras polares, a los extremos verticales de este planeta o hacia cualquier paraje ignoto, acariciaban y acarician una mezcla por alcanzar la fama y esos limites de la tierra que les proporcionaba y sigue proporcionando al ser humano, el deseo inexplicable de arriesgar nuestras vidas sucumbiendo, como diría Jack London, a la llamada de lo salvaje. Una llamada a la aventura que este prolífico y visionario escritor vivió de cerca, reflejándola en su extensa obra, como el relato de una aventura real en su viaje a bordo de un velero dando el título a una narración: “El crucero del Snark”. Una idea que nació, como el mismo describe, en la piscina de Glen Ellen (California) y qué, obstinado en el proyecto y sin demasiados conocimientos de navegación, materializó junto a su mujer Charmian y un pequeño grupo de amigos surcando el Pacífico durante dos años. Tal vez este relato inspiró a Santiago Zunzundegui, un vasco que construyó su propio velero durante cuatro años para dar la vuelta al mundo con su familia. Entonces pensé que los tres acumulábamos una experiencia común aunque se entienda un poco pretencioso: un ataque masivo de insectos voladores. London de moscas en Typee (Islas Marquesas), Santiago y su familia habían sobrevivido a un enjambre de abejas asesinas a diez millas de la costa de Brasil; Andrés y yo a una multitud de mosquitos en el monte Pindo.

Robert E. Peary dio conocimiento al mundo desde el cabo Colombia, que el 6 de abril de 1909 había puesto sus pies sobre el Polo Norte geográfico. Alcanzar los 90º N se había convertido en un lento batir de marcas. Se limaron casi grado a grado, en cada una de las expediciones realizadas, hasta que una frase que se le atribuye a Peary, da por finalizada la carrera: “No es más que esto”. Leyendo esta expresión parece que ese punto tan perseguido carezca de la más mínima importancia, como si fuese absurdo llegar hasta él, algo que los hombres de ciencia decían una y otra vez: …los polos geográficos no son otra cosa que dos puntos matemáticos en el espacio, cuya conquista añadiría poco o nada al humano conocimiento. Clements Markham, presidente de la Royal Geogaphical Society hasta 1905, compartía el mismo pensamiento que muchos exploradores: “Desde que Nansen descubrió que el Polo es un mar cubierto de hielos, se estima que nada útil puede derivarse del simple hecho de alcanzarlo”. Ni tan siquiera es un trozo de tierra firme como ocurre con su opuesto Polo Sur. Un punto en el que puedas instalar algo definitivo. Los 90º N son inamovibles pero el suelo sobre el que se registran se desplaza y hoy puede ser una gruesa placa de hielo, mañana una grieta abismal o incluso, lamentablemente a cuenta del cambio climático, y de lo que realmente se trata, agua. El hielo es agua congelada.

EL GRAN CLAVO
Peary nació en 1856 y toda su vida fue un empeño por ser el primero en poner los pies sobre los 90º N. Tal vez un empeño desmedido que la historia ha revelado que realmente no había llegado hasta ellos. Fue una obstinación que le ocupó veintitrés años de su vida y ocho expediciones a los hielos y una promesa nada trivial cuando era joven:
Recuerda, madre, que debo alcanzar la fama, y que no me conformo con la idea de pasar años de trabajo anodino para hacerme un nombre a edad avanzada (…) No cesaré en mis esfuerzos hasta que mi nombre sea conocido en todo el mundo”.
Sabía que podía ser su última oportunidad y no era preciso perderse una ocasión histórica aunque quizá, lo que hizo de una manera u otra, fue llevar a cabo el epitafio escrito sobre la tumba de un incomparable explorador, Ernest Shackleton: “Yo creo que un hombre debe luchar hasta el final por aquello que más desea en la vida”.
Se añadía además una cierta presión por la carrera abierta después del periplo de Nansen, tanto en el Ártico como en el continente Antártico incluso por aire. En 1897 el sueco Salomón Agusto Andrée desapareció con su globo y dos acompañantes cuando pretendía llegar al Polo Norte; el posterior explorador del Himalaya, el príncipe Luigi Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzzos, que debido a síntomas de congelación cedió el mando a su viejo compañero de fatigas montañeras, el capitán Umberto Cagni quien llegó hasta los 86º 34` al norte de Franz Jofef Land; Robert F. Scott y el Jefe: Sir Ernest Sackleton, por citar algunos.
Peary había adquirido y aprendido sin duda, cual era la técnica y los medios adecuados para llegar hasta “El Gran Clavo”, como dicen los esquimales. Fue de éstos, de sus costumbres para soportar la vida extrema sobre los hielos árticos, de quien asimiló la mejor de las habilidades, además de la experiencia obtenida en todas sus incursiones, tanto en las tierras polares como sobre el mismo mar cuajado donde se situaba uno de los ejes de la tierra. Una masa de hielo que se desplazaba y ante la que comprendió que era necesario moverse con rapidez. Además, en sus diferentes intentos fue perfeccionando la estrategia de ir estableciendo campamentos y depósitos a lo largo de las etapas y en todo eso fue el mejor.
En una expedición de envergadura hay algo que nunca cambia: el presupuesto. Lo encontró en un acaudalado grupo de neoyorquinos que formó el “Peary Artic Club” que le brindaron su apoyo hasta el final. Con su financiación en 1904 construyó un buque que le permitiese ir más allá de la costa de la isla Ellesmere. El buque, el Roosevelt, era capitaneado por Bob Bartlett que formaría parte del último grupo de apoyo que acompañaría a Peary hasta un punto que distaba ciento treinta millas del Polo, lugar donde tendrían que darse la vuelta. En ese punto y ante el asalto definitivo, Peary quiso tener un detalle de agradecimiento con el británico, cuyo país tuvo una noble labor desarrollada en la exploración del Ártico, y al que concedía con este gesto, el privilegio de estar en las inmediaciones del Polo. Peary lo que realmente hacía era cuidarse de finalizar su proyecto, las últimas etapas, con él como único hombre blanco. Peary se guardaba toda la gloria. Lo acompañaban cuatro esquimales y Mathew Henson que era negro, equivalente a no significar nada más que un criado en la Norteamérica de la época.
Henson, acompañó a Peary durante 18 años lo que significaba tener una gran experiencia. Un leal y discreto sirviente, un amigo que nunca contrariaría las palabras de su “amo”.
Amén de los peligros habituales del Ártico, el grupo avanza rápido. Robert Edwin Peary anota en su diario a los treinta y siete días después de partir con los cuatro hombres de la tribu inuit y Henson:
"Por fin el Polo. La recompensa a tres siglos de esfuerzos, mi sueño y ambición durante veintitrés años… Mío al fin”.
Estaba eufórico desde luego, pero toda esa satisfacción, esa embriaguez del éxito iba a ser perturbada por un telegrama emitido desde Copenhague cinco días antes que el suyo desde el cabo Colombia. El doctor Frederick Cook, un reputado médico que participó en varias expediciones polares, incluso acompañó a Peary al Ártico; informaba que el 21 de abril de 1908 había alcanzado el Polo Norte geográfico, prácticamente un año antes que éste. La polémica estaba servida. Se presentaron los relatos de los viajes, hubo controversias de todo tipo y ambos exploradores tuvieron sus propios defensores lo que generó una división no solo entre la comunidad exploradora. Finalmente en mayo de 1910 la Royal Geographical Society otorgaba al norteamericano su más alta distinción.




Cook siempre mantuvo que él había sido el primero: “Me he sentido muy humillado y dolido. Pero ya no importa. Me hago viejo, y lo que me importa es que creas que te dije la verdad. Declaro solemnemente que yo, Frederick Cook, descubrí el Polo Norte”. Sin embargo, a los ojos de quienes intentaron comprobar que tal afirmación era cierta, las pruebas que Cook mostraba, no concedían ningún atisbo de credibilidad. Se demostró que las fotografías aportadas por el doctor eran falsas, así como descripciones hechas sobre su marcha y regreso del Polo, sus relatos eran demasiado fantasiosos. Además, contaba con un precedente importante: En 1903 realizó su primer viaje al Monte McKinley para volver en 1906 con un numeroso grupo que se dispersó transcurridos varios meses, sin llegar a alcanzar el éxito. A su regreso proclamó haber sido el primer hombre en pisar su cima junto con Edward Barille, realizando incluso una fotografía para corroborar tal hazaña sobre un pico que distaba mucho de los 6.193 metros que marcan su cumbre conquistada en 1913 por Peter Anderson y Billy Taylor. Tal vez el doctor Frederick Cook fuese un mentiroso compulsivo capaz de vivir en su propio engaño.


Robert Edwin Peary aparece en los libros de historia como el conquistador del Polo Norte, aunque las mediciones realizadas aquel 6 de abril de 1909 para afirmar que el punto sobre el que se hallaba era el norte geográfico, fueron dudosas. Fergus Fleming y Annabel Merullo explican en un reciente libro de compilaciones con sobresalientes relatos “La mirada del explorador”, que análisis posteriores han concluido que falsificó sus cálculos y que llegó, como máximo, a 96 km del Polo, aunque añaden a su favor que el hecho de haber llegado hasta ese punto, con el equipo de la época, demuestra su valía.

Sebastián Álvaro, director del programa “Al filo de lo imposible” se hizo esta pregunta: Llegó Peary al Polo Norte? Creo que me quedo con su análisis compartindo su romanticismo.
…El problema para creer a Peary es que toda su vida fue un canalla sin escrúpulos que no se detuvo ante nada. Un tipo que se acostaba con las mujeres de los esquimales a cambio de cuchillos. Que comerciaba con los cadáveres de los esquimales, colaboradores suyos, que vendía al Museo Americano de Historia Natural… En fin: a un tipo así no se le puede creer sin más. Sobre todo cuando no hizo medidas convincentes (como luego harían Amundsen en el Polo Sur), y dejó atrás al único colaborador que podía haber servido de testigo. Y, sobre todo, no cuadran sus cifras de avance y resulta extraño que nada más dejar a los testigos molestos, se pusiera, literalmente, a volar hasta el Polo Norte. Uno, ya lo saben ustedes, es un romántico declarado y le resulta difícil aceptar que donde fracasaron el gran Fridjot Nansen y Luis de Saboya, triunfara este tipo que representa lo peor del sueño americano. Mientras no me presenten una prueba no me lo creeré.

domingo, 12 de diciembre de 2010

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Fram, adelante











A Nansen se le define como un científico por vocación, hombre insaciable en este campo. Sus inquietudes pasaron años más tarde por el estudio de diversas materias: Matemáticas, Astronomía, Oceanografía entre otras; pero fue su especialización en zoología cuando en el verano de 1882, a la edad de veintiún años y con la idea de ganar experiencia en el estudio zoológico, se une a la tripulación del Viking, un buque dedicado a la caza de la foca en aguas de Spitsbergen y Groenlandia. Por las venas escandinavas de Nansen corría el espíritu y el romanticismo de la aventura, hombre inquieto y pertinaz en sus propósitos, enseguida siente la necesidad de revelar sus pretensiones y convertirlas en realidades. Nordenskiöld le inspira con el relato del desembarco en la costa oriental de Groenlandia y su penetración en la capa de hielo, las ideas de exploración del Ártico – quiere cruzar Groenlandia sobre esquís en compañía de cuatro expertos esquiadores – que muchos tacharon de lo más ridículas e incomprensibles; incluso el mismo explorador que se mostraba como fuente de su inspiración, era escéptico ante tales pensamientos. Pero Nansen poseía en sus ojos la mirada de un explorador, esa mirada pasional, humilde y a la vez valiente capaz de afrontar retos.
Individuo polifacético, sensible – se le concedería el premio Nobel de la Paz por la repatriación de refugiados tras la Primera Guerra Mundial – respetado, que disfruta de la compañía de otros semejantes al tiempo que comparte los pensamientos de Ibsen cuando afirma que en el silencio y la soledad de los parajes naturales puede el ser humano encontrarse a sí mismo.
No cejó en su proyecto de cruzar Groenlandia y esa magia que persigue a algunas personas para llegar a los demás, le permite conseguir la financiación necesaria para acometer tal propósito, el mismo Nordenshiöld finalmente sucumbió a la personalidad de Nansen.


El 17 de julio de1888 parten de Noruega y finalizan el proyecto en 1889 salvando el inlandis de Groenlandia no sin, desde luego, haber pasado por diversas vicisitudes. La lentitud de los esquís como medio desplazamiento llevó a la construcción de catamaranes que algo más de un siglo después se confeccionan y utilizan, casi de igual manera artesanal, para cruzar los hielos árticos. En aquellos territorios helados, Nansen se encontró con el hombre que comulga con la naturaleza, se impregnaba de ella y tal vez se sintiese parte de aquel extraordinario paisaje. “Cuando la Luna se elevaba en el cielo, quedando como suspendida sobre las heladas crestas y ondulaciones de la infinita extensión, bañando el extraño mundo que nos rodeaba con sus plateados rayos, entonces la paz descendía sobre todos nosotros y la vida cobraba una inexplicable belleza.”

A la expedición del noruego le siguieron otros exploradores que cruzaron la capa de hielo de Groenlandia, pero de todos ellos el más notable fue el americano Robert E. Peary, que difiere muy por encima de la personalidad y el carácter del explorador noruego y de otros exploradores polares; pero quien realizó esfuerzos importantes que pusieron a prueba su resistencia al tiempo que comprobó la insularidad de aquellos hielos. Estos ejercicios de resistencia eran el entrenamiento de cara a un objetivo más ambicioso: la expedición que lo llevase a alcanzar el Polo Norte.
Mientras Peary exploraba y se ejercitaba en Groenlandia, Nansen, que ya había adquirido fama, quiere dar vida a su plan más atrevido e incierto: alcanzar el punto que marca el Polo Norte geográfico llegando a él a través de la dársena polar, dejándose a la deriva en un barco construido para tal cometido. Una idea que no se presentaba como novedosa, si no que ya había paseado por su cabeza mucho antes de atreverse con su expedición de cruzar Groenlandia y que, una vez más en su vida, volvió a levantar abundantes, controvertidas y polémicas opiniones que rechazaban su proyecto cuando, en 1890, Nansen expuso a los miembros de la Sociedad Geográfica Noruega sus planes argumentados con pruebas que sostenían su teoría. De nada servía luchar contra los hielos, romperlos laboriosamente para llegar hasta ese punto y puso como ejemplos las empresas de Parry, Nares y Markham.
Si nos fijamos bien en las fuerzas naturales, tal como se dan allí, e intentamos movernos de acuerdo con ellas, en lugar de combatirlas, hallaremos el camino más seguro y fácil para alcanzar el Polo. No conduce a nada actuar contra la corriente, como se ha hecho en el curso de las expediciones anteriores…”


Añadía además el ejemplo de cómo restos del buque de De Long, el Jeannette, habían llegado desde Nueva Siberia hasta el extremo de la costa sudoeste de Groenlandia tres años después de su hundimiento. Esta expedición, mandada por el teniente estadounidense George Washington De Long y con el apoyo de James Gordon Bennett, propietario del New York Herald, había sido un fracaso. Zarpó en 1879 de San Francisco siguiendo la hipótesis formulada por Karl Weyprecht y Julius Payer, dos jóvenes científicos austriacos, que a su vez continuaban con la teoría de un científico ingenioso e inagotable geógrafo alemán Petermann en la que exponía que, a causa de una “ramificación” de las cálidas aguas del Gulf Stream al norte del estrecho de Bering era probable que, en esa parte del Ártico oriental, existiese una ruta hacia el norte relativamente libre de hielos. Los dos jóvenes austriacos pertenecientes a la armada de su país, financiados por el acaudalado conde Wilzeck, realizaron un reconocimiento en el verano de 1871 a lo largo de las costas de Nueva Zembla y que les llevó a comprobar que se habían topado con pocos hielos, lo que les animó a regresar al año siguiente a bordo del vapor Tegethoff. Sin embargo, finalmente corrieron la misma suerte que otros exploradores árticos y antárticos, el buque quedó cercado por los hielos y navegando a la deriva con los témpanos hacia el noroeste. Durante la primavera y el verano siguientes intentaron desesperadamente escapar de esa situación abriendo un camino con sierras y taladros sobre una capa de hielo que presentaba un espesor de nueve metros. Pesimistas, observaron en el horizonte para su regocijo, lo que ellos señalaron como “una radiante tierra alpina” y que resultó ser un sitio desolador. Eran las islas Franz Josef Land. Sobre aquel paisaje nuevo permanecieron durante el siguiente invierno, explorando y confeccionando mapas hasta que, finalmente, decidieron abandonar el barco con el que habían llegado hasta allí y poner rumbo a la base de Nueva Zembla, donde fueron rescatados frente a sus costas por un pesquero ruso el 24 de agosto de 1874. Obstinados en su empeño por encontrar un paso sobre tierra firme hacia el Polo, lanzaron la creencia que aquellas islas podrían ser avanzadillas de una gran masa de tierra que podría tratarse de un continente y en medio del cual se encontraría el Polo.
El Jeannette se encontraba muy cerca de la isla Herald, descubierta por el capitán Kellet, viéndose acorralado por los hielos que lo retuvieron durante diecisiete meses y trasladándolo más allá de la isla Wrangel para finalizar su cercamiento un 12 de junio de 1881, estrellándose al norte de las islas de Nueva Siberia.
El papel es una lista de provisiones y está firmado por De Long. Las marcas del pantalón impermeable corresponden a Luis Noros, y sobre la visera se ve grabado con un cuchillo el nombre de Nindermann” – Noros y Nindermann fueron los dos heroicos y malogrados marineros que De Long había enviado en busca de socorro a lo largo del Lena. Estos restos han viajado desde el otro lado del Polo, entonces, el hielo que los ha trasladado ha pasado por la proximidad inmediata al Polo Norte para posarse en las playas groenlandesas después de haber recorrido tres mil millas marinas en tres años”.


Existe una gran corriente, que, partiendo de las costas siberianas, va a parar a la costa occidental de Groenlandia, pasando por el mar polar… No iré, pues, al Polo; haré que lleven allí. Me dejaré conducir por esta corriente de una manera pasiva, inerte. Me dejaré apresar por los hielos, iré con ellos a la deriva, si es necesario, durante años seguidos…”
Ni Adolphus Washington Greeley jefe de la desastrosa expedición americana de 1881-1884 y gran admirador de la técnica británica en el Ártico, ni los miembros de la Royal Geographical Society a los que se enfrentó creían en su proyecto. El mismo almirante sir George Nares expuso que las probabilidades de éxito eran mínimas y otros, como el almirante sir George Richards, declinaban apoyar lo que calificó como “expediciones náuticas de aficionados”. Nansen solo recibía críticas y rechazos, incluso en Noruega, a cerca de su proyecto, a excepción de las opiniones favorables del capitán Wiggins y del almirante sir Leopold McClintock, que llegó a calificar a Nansen como “un auténtico vikingo”. Lejos de amilanarse se sintió estimulado y finalmente recibió la ayuda necesitada.

Dejarse apresar por los hielos, abandonarse a la deriva y ser transportado hasta las proximidades o el mismo Polo Norte. Para ello necesitaba un buque excepcional. El ingeniero escocés Colin Archer construyó un barco extraño y no muy agraciado, redondeado, con tres cubiertas reforzadas, con la proa y popa remachadas en hierro. Las paredes exteriores tenían un grosor de ochenta centímetros y su resistencia estaba garantizada por un conjunto de baos y cabestrillos encargados de hacer frente a las duras presiones que tendría que resistir. Las paredes interiores estaban fabricadas como si se tratase de una chapa construida por cierta capa de fieltro, un colchón de corcho, un panel de abeto, una segunda capa de fieltro; luego linóleo y un segundo panel de madera. Un navío capaz de resistir los apretujones de los hielos durante los años que los bancos de hielo lo aprisionarían. Que Fram sea tu nombre. Fram, que significa ¡adelante!



El 24 de julio de 1893 embarcaban los trece miembros de la expedición hacia el Ártico, capitaneado por Otto Sverdrup que ya había acompañado a Nansen en el cruce de Groenlandia. Noruega, la costa de Laponia, Europa se deja atrás y el Fram ya costea el continente asiático, el Fram navega libre hasta mediados de septiembre que tropieza con los primeros hielos y definitivamente, el día 24, queda atrapado al norte de las islas de Nueva Siberia. La primera parte del viaje había finalizado. Se levanta el timón y se desmonta y engrasa la máquina para guardarla. Todos sabían de su destino, del tiempo estimado que pasarían sobre aquel mar cuajado, el instante en que el buque deja de navegar a la voluntad de su capitán y vivir aislados y a merced de los caprichos de una naturaleza movible.
Les esperaban tal vez dos, tres años, ese fue el tiempo que tardaron los restos del Jeannette. El hielo no era un enemigo en sí, fue su medio de transporte. El Fram a pesar de que en ocasiones realizaba desconcertantes maniobras debidas a un azar caprichoso, continuaba con más o menos exactitud hacia el norte siguiendo los derroteros por donde se había movido el Jeannette llevado por las corrientes. El enemigo que se presentaba era la monotonía y se hacía necesario combatirla. Contaban con una biblioteca de seiscientos libros y se estableció una rutina a bordo: a las ocho, aseo y desayuno, sondeos y mediciones de temperatura del mar a distintas profundidades; a la una comida; en las habitaciones está prohibido fumar así que se reúnen en la cocina para fumar en pipa o cigarrillos; siesta y trabajo hasta las seis de la tarde; juegos de naipes y veladas amenizadas por un acordeón.
No obstante, el aislamiento va haciendo mella en los miembros de la expedición a medida que pasa el tiempo y los cambios de humor aparecen entre la tripulación. El mismo Nansen cae en esos síntomas pero es el espectáculo de la naturaleza quien, en ocasiones, le devuelve la ilusión – …"Cuando he salido a cubierta esta tarde, mi estado de ánimo era bastante sombrío, pero nada más plantar los pies en el exterior me he quedado clavado en el sitio. Ahí está, para ti, lo sobrenatural, la aurora boreal de incomparable poder y belleza, en el cielo, desplegando todos los colores del arco iris"… – escribe el martes, 28 de noviembre de 1893, a bordo del Fram. "Mi ánimo oscila como un péndulo…" – dos días después.


La monotonía, la lentitud del hielo en su deriva, hacen que un hombre activo pida una salida para sus energías, dolorosamente contenidas – escribe –; desee retarse hasta con temporales si es necesario para romper tanta quietud al tiempo que siempre tiene presente el peligro al que se enfrentan: “Somos como enanos en una lucha contra titanes y debemos conservarnos con destreza e ingenio si queremos escapar de este puño gigante que rara vez suelta lo que ha atrapado”.
Han pasado dos años y la idea de los hielos que los retienen a su voluntad, no los llevarán al Polo se consolida. En aquel momento el explorador noruego madura una idea que materializará en la primavera de 1895. Hizo sus cálculos, tenía la experiencia de haber cruzado Groenlandia y toma una decisión muy audaz. Si aquellos que tildaban de ridícula e incomprensible la empresa de cruzar el inlandis sobre esquís, y aquellos que calificaban de “expediciones náuticas de aficionados” cuando presentó el proyecto con el Fram, ¿que pensarían ahora si supiesen las intenciones de Nansen? ¿Llegar hasta el mismo punto que marca el Polo Norte utilizando trineos tirados por perros, kayaks y víveres para cien días? Expuso su idea a los miembros de la expedición y decidió que lo acompañaría Hjalmar Johansen. El capitán Otto Sverdrup estaría encantado de acompañarles, soñaba igual que Nansen, igual que todos, pisar el extremo más septentrional del eje de la Tierra.

Para Sverdrup, Nansen había encargado una labor muy importante, más que cualquier hazaña:
…“Tu deber es llevar de vuelta a casa, del modo más seguro posible, a todos los hombres a tu cargo, no exponerlos a peligros innecesarios, ni en beneficio del barco ni de su contenido, ni del éxito de la expedición”. Y fue algo que desempeñó de manera extraordinaria, lo mismo que años más tarde haría otro explorador polar citado al principio, Ernest Sackleton.
Nansen aguardaba por el día adecuado y el 14 de marzo de 1895 consideró que había llegado el momento de abandonar el cómodo refugio que les ofrecía el Fram. Los primeros días se movieron por una superficie que les permitía avanzar rápidamente y con seguridad, sin apenas resaltes, pero resultó ser engañoso para lo que se les venía encima. La realidad de moverse hacia el Polo era bien distinta, el banco de hielo aparece como un laberinto, erizado de montículos y bordeados de aristas cortantes. Hay que superar los resaltes con los trineos, los kayaks; los perros se detienen delante de los promontorios y se hace necesario movilizarlos a gritos y a golpes de látigo. Era algo horrible para ellos pero necesario tal y como ha reflejado Nansen.
Todavía tiemblo pensando en la manera salvaje cómo les pegábamos, cuando se detenían incapaces de avanzar”.


El trabajo es agotador, llegando a la extenuación. Los hielos cortantes desgarran las pieles de los kayaks y los hacen inservibles cuando en su camino aparecen grietas que abren canales de agua. El frío es intenso, las ropas se hielan hasta semejar armaduras que les producen heridas. El cansancio hace mella en sus cuerpos, durante la noche los dos hombres se echan uno junto al otro hasta que después de unas horas, consiguen entrar en calor y caen rendidos en un profundo sueño.
Lo único que ven en el horizonte subidos a los resaltes más altos, es un paisaje monótono, idéntico, interminable y eso les desmoraliza. Nansen es consciente que les resultará imposible alcanzar su objetivo. Veintitrés días después toman la decisión de retroceder, era el 7 de abril de 1895, habían alcanzado un punto más alejado hacia el Norte que ningún otro ser humano, 86º 14`.
El 8 de abril inician el viaje de regreso y tienen como destino la tierra más próxima, Franz Josef Land. Retoman la vuelta por el mismo paisaje y las mismas dificultades, enormes grietas que forman verdaderos lagos viéndose obligados a rodearlos perdiendo días enteros. Deciden reparar sus kayaks para lo que también pierden un tiempo apremiante. Pasan los meses, los víveres comienzan a escasear peligrosamente, se sacrifican los perros que también pasan sus penurias y que les servirán como alimento. Algo doloroso para los expedicionarios pero inevitable si piensan en su salvación. En el final de su trayecto tan solo un perro los acompaña. De aquellos cánidos fieles, disciplinados sufridores, Nansen escribe:
…“Fue una crueldad hacia los pobres animales y es algo que a menudo recuerdo con horror. Cuando pienso en aquellos perros espléndidos, que tiraban de nosotros sin la más mínima queja, que nunca recibían una palabra de agradecimiento o un gesto amable, avanzando al chasquido de los látigos hasta que llegaba un momento en no podían más y la muerte los liberaba de sus dolores, vivo momentos de amargos reproches”…
El suelo hostil y helado se trunca, aparece el mar y a lo lejos se dibujan siluetas negras. El marinero Rodrigo de Triana siglos atrás había estampado su grito desde la cofa de la Pinta sobre un panorama cálido; el grito de ¡Tierra, tierra! se escuchaba ahora en un paisaje hostil.
Aquella tierra sin embargo los hacía prisioneros nuevamente, disponían de dos kayaks remendados y que se hacían inservibles para recorrer ciento sesenta millas que los separaban de un lugar generoso donde se desarrollaba la vida que ellos fantaseaban en ocasiones.
…“cuando queríamos pasar una hora entretenida, nos dedicábamos a imaginar un comercio limpio, grande, bien iluminado, de cuyas paredes no colgaba más que ropa limpia, nueva, suave, que nosotros escogeríamos a nuestro antojo. ¿Podía alguien imaginarse algo más delicioso que las camisas, las chaquetas, los calzones, los mullidos pantalones de lana, los cómodos suéteres de abrigo, las medias de lana limpias, las zapatillas de fieltro? ¡Y un baño turco! Nos quedábamos así durante horas dentro de los sacos de dormir y hablábamos de estas cosas. Nos parecían casi inimaginables”…


El hueco”, ese fue el nombre que le concedieron a un agujero de piedras donde pasaron el invierno de 1895 a 1896. El miércoles, 1 de enero de 1896, a -41,5ºC, en la larga noche polar, Nansen se vio a sí mismo entre un deseo y una realidad:
“Empieza un nuevo año, el año de la dicha y el regreso a casa. El año 1895 terminó con la luna brillando en el cielo, y con la luna brillando en el cielo nace 1896. Pero el frío es intenso, más intenso que nunca hasta ahora. Ayer también lo sentí, cuando las puntas de mis dedos se congelaron. Creía que todo eso ya lo había vivido la primavera pasada”…
En mayo de 1896, Nansen y Johansen afrontan de nuevo una marcha huyendo del norte y buscando el sur. Pero todavía les esperaban infortunios, encuentros con osos, morsas que atacaron sus kayaks; siguen caminando sobre un suelo inestable, el hielo se rompe y a punto estuvo Nansen de ahogarse.

En 1871 se produjo un encuentro entre dos personas. Uno de esos encuentros tan trascendentales que una frase, un diálogo, deja inmortalizado para los anales de la historia de la exploración tan ilustres momentos. Uno de los más citados había transcurrido en un paraje prístino, caluroso, entre los fríos ejes de la tierra. Henry Morton Stanley había recibido el encargo de buscar en el continente africano a un individuo, a una persona más bien parecida a un misionero, cuyo trabajo era llevar el cristianismo a los ignorantes y que acabó siendo un obstinado explorador, David Livingstone. La encomienda venía de James Gordon Bennet, el propietario del New York Herald, el mismo que en 1879 apoyó el viaje del Jeannette capitaneado por De Long. Su empeño en saber el paradero de aquel hombre quedó manifiesto en la orden dictada a Stanley: “Te diré lo que vas a hacer. Saca mil libras ahora y, cuando se hayan acabado, saca otras mil, y cuando las hayas gastado, saca mil más, y cuando se hayan terminado, saca mil otra vez y así sucesivamente pero ¡encuentra a Livingstone!”.

- ¿El doctor Livingstone, supongo?
Stanley fue un efectivo explorador del continente africano pero un hombre despiadado, maltratador, agresivo y duro, brutal con los africanos (cientos de ellos murieron en su expedición al Congo). Pertenece a esa saga de exploradores que, anteriores o posteriores a él, pese a su contribución a los descubrimientos, por su comportamiento ante sus semejantes lega un sabor agridulce. Personas con un carácter que nos aleja, ensombrece ese romanticismo que nos transmiten otras expediciones y otros prójimos.
Livingstone a pesar de que sus sirvientes le tuvieron gran estima, fue un hombre empeñado en ampliar los horizontes geográficos, una obstinación que le ofuscó de tal manera hasta mostrarse indiferente ante las necesidades de los demás y no existiese otra misión que la de continuar.

Solos en la inmensidad helada, quizás ya por el tiempo transcurrido, las situaciones vividas y conscientes de la realidad presente, se sienten vagabundos. Nansen es un hombre que, hasta en la adversidad, admira el espectáculo de la naturaleza, y cargado de sentimientos nos devuelve ese romanticismo y esa personalidad encomiable como tantos otros exploradores, buscadores o viajeros han transmitido. Nansen, como jefe de lo que queda como expedición y Johansen como miembro de ella, pero sobre todo el primero, van a conceder a la historia de la exploración otro de esos encuentros como el citado; sin duda, junto con el de Sackleton años más tarde en la isla de San Pedro, de los más dramáticos.
Los hombres, en medio de la nada están un tanto distanciados, Nansen oye un ladrido que le resulta imposible, quimérico, pero vuelve a oírlo. Busca su ubicación y distingue una figura humana. Nansen realiza un saludo con lo más parecido a un gorro que le protege la cabeza del frío y el hombre le corresponde con el mismo gesto. La escena es contemplada desde el campamento a través de un telescopio por Frederick Jackson, un teniente británico jefe de una expedición respaldada por Alfred Harmsword, que continuaba la creencia de Weyprecht y De Long de que en Franz Josef Land podría iniciarse una ruta terrestre hacia el Polo. Este instante requiere la atención del inglés por lo que decidió salir al encuentro de aquel extraño, probablemente un cazador de focas.
Cuando se situaron uno frente al otro, el noruego era un hombre castigado por el tiempo y el clima ártico, harapiento. Frederick Jackson un inglés vestido elegantemente y un olor a perfume que Nansen percibió enseguida.
- Estoy muy contento de verle – dice Jackson muy cortésmente.
- Gracias – contesta Nansen.
- ¿Tiene usted algún navío por aquí? – pregunta el británico posiblemente oteando a uno y otro lado sin percibir ningún buque.
- No, mi barco no está aquí – responde sencillamente el noruego.
- ¿Cuántos hombres son? – continua preguntando Jackson.
- Tan solo tengo un compañero, al otro extremo del hielo.
El británico se detiene y observa un rostro desfigurado por el sufrimiento, un hombre cubierto de grasa y suciedad, oculto bajo una melena y una barba enredada. Entonces Frederick Jackson comprendió con quien estaba hablando:
- ¿Es usted Nansen?
- Si, soy Nansen.
- ¡Por Dios! – exclamó Jackson.
Con este encuentro, Fridtjod Nansen y Hjalmar Johansen, salvaban sus vidas, es posible que por sus mentes rondase la idea que un lugar tan difícil solo podría ser considerado como el fin de la Tierra, firmaban una de las historias más apasionantes de la exploración polar del siglo XIX. Tras escuchar a Nansen en los detalles de su aventura hacia el Polo, explicando que solo había encontrado mar, un mar helado; Jackson desistió de sus intenciones.
La suerte del Fram no fue peor. Después de una larga deriva de tres años, alcanzó el mar libre al noroeste de Spitsbergen. El buque no había sufrido el más mínimo daño y sin ninguna baja entre su tripulación, vieron las costas de Noruega algunos días después de la llegada de Nansen. Se acallaban voces que años atrás calificaron la empresa de ilógica y tendente a la destrucción.

Si un explorador como Henry Morton Stanley había ayudado al rey Leopoldo I de Bélgica a crear el infame Estado Libre del Congo – Joseph Conrad describe esos horrores en su obra “El corazón de las tinieblas” –, Fridtjof Nansen, además de sus aportaciones científicas realizadas en las latitudes más altas, culminaba su vida con el premio Nobel de la Paz, la recompensa a una vida – escribe Lawrence P. Kirwan en su obra “Historia de las exploraciones polares” – de incesante dedicación a la causa de la cultura humana, de la libertad, de la felicidad al prójimo.
Al noble barco Fram, y a su capitán Severdrup, todavía les quedaba aportar algo más para la historia de la conquista polar. Nansen vio como en pocos años las metas de sus sueños eran alcanzadas.



Nombres propios que habían explorado y abierto esos nuevos caminos, rutas horizontales trazadas por los ya citados y tantos otros. Nombres propios que participaron en lo que en el siglo XIX se llamó “lucha para alcanzar los últimos confines geográficos de la Tierra”. Y también estaban en esos límites las difíciles sendas verticales que dejaron a hombres en vertiginosas cimas: Paccard y Balmat en el Mont Blanc, Whymper y su grupo en el Cervino; Meyer y Purtscheller en el Kilimanjaro, Graham, Fyfe y el joven de 17 años, Clark en el Monte Cook; Zubriggen en solitario al Aconcagua y en 1899 el Monte Kenya con McKinder y Hausberg. Mujeres como Henriette D`Angeville, que por encima de multitud de prejuicios y desafiando a las leyes de sus tiempos y sociedades, dieron los primeros pasos hacia la aventura y los viajes en un mundo de hombres.


Las exploraciones de Nansen fueron seguidas desde la niñez y con verdadero entusiasmo, por un compatriota suyo para quien la historia reservará un destino, Roald Amundsen. Fridjoft Nansen murió en el verano de 1930.

domingo, 5 de diciembre de 2010

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Ultima Thule













Es posible que la roca sobre la que ya llevaba un largo rato sentado, tuviese una forma amoldada a mis posaderas, porque lo cierto es que mis glúteos no estaban del todo resentidos, sin embargo por mi interior corría una cierta inquietud que me obligaba a levantarme, a estirar un poco las piernas y tal vez a despertarme de tantas divagaciones. De pie, con la mente vacía de pensamientos, la curiosidad se va hacia un coche que aparece a lo lejos por la carretera que viene de Cee. Desde mi posición puedo seguir sus movimientos sin problemas, lo observo sin el mayor de los intereses pero tampoco lo abandono de mi vista. En el inicio del puente se desvía a la izquierda siguiendo la carretera pegada a la desembocadura del río. Inicia la dura subida hacia el mirador y las luces de sus faros esbozan en la noche la sinuosidad de la calzada. Viró en el mirador y mis ojos se cerraron siguiendo las pautas de un acto reflejo ante un deslumbramiento inminente cuando sus destellos enfocaron hacia nuestra posición, si bien la distancia era la que se encargaba de disipar cualquier atisbo de ceguera transitoria. Los focos del coche se apagaron y solo pude intuir unos momentos desenfrenados de sexo en una pareja que, apasionadamente, saldaban una noche de sábado. Eran las cuatro y media, me reí y no pude evitar cierta envidia. Volví la mirada hacia la entrada de la tienda que unas varillas le confieren una forma de iglú, nuevamente una sonrisa dibujaba mi cara porque sabía que su único ocupante en esos momentos no era ni por casualidad mi tipo.
Miré detenidamente a una luna que el hombre ya había conquistado. La exploración continúa. Aproveché su luz para siluetear las crestas de los picos que me rodeaban, desde el Peñafiel hasta la cima que nos albergaba en mitad de su ladera y descender la crestería hasta el pueblo del Pindo. En ese recorrido visual mis ojos se encontraron de nuevo en la noche con el faro del Cabo Finisterre.

El faro del Fin de la Tierra pero, ¿dónde comenzaba esa Tierra? Los babilonios consideraban a la Tierra como una montaña ingente surgida de las aguas del océano; el cielo, con estrellas fijas, es una cámara hueca donde el Sol asciende cada día por una puerta al este y se pone por otra puerta al oeste. A lo largo de los tiempos se expusieron muchas ideas y estudios de cómo sería su configuración. Los antiguos egipcios concebían un cielo plano que se apoyaba en los montes fronterizos de Arabia y Libia y en cuatro robustos y prolongados pilares, y de ese toldo celestial colgaban las estrellas como si de lámparas se tratase. Desde Homero, que imaginaba la Tierra como un disco cóncavo en cuyo centro rugía el Mediterráneo y desembocaban los ríos, hasta quien le otorgó forma cilíndrica, de cono e incluso un dilatado rectángulo. Fue seiscientos años antes de nuestra era cuando Tales de Mileto se acercó más a la realidad de nuestro planeta al intuir una forma esférica del cielo, que rodearía a la Tierra como la cáscara del huevo al interior del mismo y en cuyo centro de la esfera flotaría, sobre el océano, el disco terrestre. Pitágoras o alguno de sus aventajados discípulos, dedujo por primera vez la redondez de la Tierra al comprobar que la sombra de esta en los eclipses de luna era siempre de forma circular. Los marinos también tuvieron su opinión ya que el mar, lejos de aparecer como una línea completamente horizontal, presentaba una ligera curvatura en la que no solo parecía que el sol, la luna y las estrellas surgían por debajo del horizonte oriental y se hundían en el Oeste, sino que, en las regiones situadas muy al norte o al sur del país del observador, el sol de mediodía estaba anormalmente bajo o singularmente alto en el firmamento, y las estrellas familiares desaparecían de la vista mientras se presentaban otras, hasta entonces ignoradas.
Heródoto de Halicarnaso había recorrido el mundo conocido – Babilonia y Persia, el sur de Italia y Egipto – y cierta tarde de verano del año 446 a. c. asombró a su auditorio en el ágora de Atenas exponiendo que un siglo antes, y por encargo del faraón Necao, los navegantes fenicios habían zarpado del mar Rojo, doblado el Cabo – donde advirtieron, con gran sorpresa que el sol de mediodía quedaba al Norte – y regresado a Egipto por el Mediterráneo. Los atenienses le escucharon incrédulos: para ellos, Libia (África actual) se unía en el sur con Asia, y el mar de Eritrea (Océano Índico) era un mar interior.
El comercio impulsó a los hombres a ir un poco más allá de los puntos conocidos, en definitiva a la búsqueda de nuevos territorios y pueblos, lugares más alejados con los que comerciar al tiempo y la posibilidad de descubrir otras especies, géneros o mercaderías. Los fenicios comerciaban regularmente con pueblos del norte, con las islas Casitérides (islas Británicas) y las costas germánicas, donde obtenían el codiciado estaño y el resplandeciente ámbar.



Un geógrafo y navegante griego llamado Pytheas, emprendió una discutida travesía hacia el año 349 a. de C. que le llevó más allá de las islas Británicas que era su idea original. Su principal obra, Sobre el Océano, se había perdido pero su viaje y aventura se hizo conocida gracias al relato del historiador Polibio en el que describe que Pytheas recorrió gran parte de Albión a pie, alcanzó la desembocadura del Vístula en el Báltico y llegó a descubrir una isla recóndita situada a seis días de navegación del extremo norte de Britania y que se extendía hasta el Círculo Ártico. Era la misteriosa Thule. De Thule dijo que había un mar cuajado, un pulmón oceánico que se agitaba como la respiración de un monstruo bajo las olas.





Cristóbal Colón, embarcado desde la adolescencia, navegó por el mar Egeo, fue corsario del rey de Francia y viajó hasta la legendaria Thule, la Islandia de los vikingos. Tal vez allí, después de haber conocido aquel territorio apartado comprendió que su vida no era la de un mero viajero si no la de un explorador. Colón tradujo en su Libro de las Profecías unos versos de Séneca:


Secula seris, quipus Oceanus
Vincula rerum laxet, et ingens
Pateat tellus Typhisque novos
Detegat orbes nec sic terris
Ultima Thule.


Llegará el día, en un futuro lejano, en que el océano ensanche su cerco, y la Tierra se nos muestre en toda su grandeza, y otro Tyhpis nos descubra nuevos mundos, y no sea Thule la región más apartada”.

Ese día llegó para Cristóbal Colón en la madrugada del 12 de octubre de 1492, a los dos meses y nueve días de navegación y con una tripulación desesperada. La Pinta, que era más velera, navega en cabeza delante del Almirante. Quien está en la cofa con futuro incierto, soñoliento quizá, aburrido tal vez de no ver más que la vastedad de un océano durante el día y la inmensidad del cielo en la noche, es el marinero Rodrigo de Triana. Sin embargo, en un santiamén su cuerpo tembló, fue recorrido por un escalofrío después de tantos días de espera; fijó su mirada en la visión que la penumbra de la noche le ofrecía para cerciorarse que ante sus ojos no había otra cosa más deseada que la silueta de una fracción de tierra. Un instante alarmado, sobresaltado, cuando su voz se oyó en la carabela mandada por Martín Alonso Pinzón. El marinero Rodrigo de Triana alertaba a los otros veinticuatro tripulantes al grito de ¡Tierra, tierra!
Cristóbal Colón, nació en 1451 – año en el que coinciden la mayoría de los historiadores – en el seno de una familia humilde, hijo de un tejedor y cardador de lana, creía haber llegado al oriente por occidente. Ese era su sueño de explorador y fue su gran y valioso error. Si no hubiese sido él no pasaría mucho tiempo en que la historia entregase a otro marino explorador y aventurero tan significativo momento o, tal vez, la historia ya se le había negado a otros.
Sólo él creía que la “Tierra es pequeña” y si lo era, podía rodearla navegando cuando quisiera. Lejos de aquellas tierras de Oriente descritas por Marco Polo en su Libro de las maravillas, a donde Colón ansiaba llegar verdaderamente, descubriría un Nuevo Mundo, quizá un Nuevo Mundo al que ya hacían referencia leyendas que hablaban de islas fantásticas occidentales como las Antillas, Brasil, o San Borondón y que seguramente respondían a avistamientos de tierras americanas por marineros a lo largo de los siglos. A estas leyendas hay que añadir el testimonio de los indios de Cuba, recogido después por fray Bartolomé de las Casas, gran amigo de Colón, en el que afirmaban que “tenían reciente memoria de haber llegado a esta isla de la Española otros hombres blancos y barbados como nosotros antes que nosotros no muchos años”. Poco tiempo después de haber desembarcado aquel 12 de octubre de 1492 en Guanahaní corrió un rumor de que Colón ya tenía conocimiento de la ubicación de aquellas tierras. Treinta años después de la muerte del navegante, Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de sus primeros historiadores, contaba que, al parecer, un piloto amigo de Colón, a bordo de una carabela que pasaba de España a Inglaterra, se vio arrastrado por el temporal hasta unas tierras occidentales desconocidas, al regreso de las cuales, gravemente enfermo, fue a parar a la isla de Madeira, donde por entonces vivía Colón que lo acogió en su casa. Su proyecto maduró con la carta y un mapa que un médico florentino había enviado al rey de Portugal que no se conserva, Paolo dal Pozzo Toscanelli (1397 – 1482), aficionado a las matemáticas y a la astronomía y atento lector de los Viajes de Marco Polo, hecho que sumado a sus aficiones geográficas, lo llevó a estudiar la posibilidad de llegar al lejano Oriente a través del Océano Atlántico.
Colón fue un hombre ambicioso en todos los sentidos, no sólo como explorador: El oro es la cosa más excelsa, aquel que lo posee tiene todo lo que se puede anhelar en el mundo y consigue tanto que puede enviar las almas al Paraíso. Con la tenacidad de una persona firmemente convencida de sus ideas, dejó a un lado errores, supersticiones, envidias y discordias para lograr sus fines. Tras haber negociado inútilmente con la corona portuguesa y después de siete años largos de espera, consiguió convencer a los Reyes Católicos que accedieron a financiar el proyecto junto al banquero judeoconverso Luis Santángel y a un grupo de financieros italianos (tres genoveses y dos florentinos) que vivían en Andalucía. Sin embargo su vida estuvo repleta de infortunios hasta sufrir un ocaso humillante y vivir sus últimos días, hasta su muerte en Valladolid en 1506, triste y casi abandonado. Cristóbal Colón había tenido el primer revés a sus sueños en el mismo viaje del Descubrimiento. Las nuevas tierras eran hermosas, paradisíacas, pero en ellas no había encontrado la riqueza ni la gran civilización que esperaba. En aquel lugar no había rastro del Gran Kahn ni de sus fabulosas minas, no eran las costas de la legendaria Catay, la actual China, que anhelaba. Y aunque allí sí hubo un mercado de oro, perlas y piedras preciosas que años más tarde comenzaron a viajar del Nuevo al Viejo Mundo, en los cuatro viajes que Colón emprendió a Las Indias no depararon los beneficios que los monarcas y los banqueros de España esperaban y a pesar de esa contrariedad, nunca cejó en su empeño por encontrar el estrecho que le permitiese continuar su viaje hasta el oriente por el occidente y todos sus infortunios limitaron su radio de acción al ámbito del Caribe. No pudo imaginar que para hallar el estrecho que le diese paso a las tierras del Gran Kahn tendría que descender todo un continente y eso lo hizo Magallanes catorce años después de su muerte.





El 21 de octubre de 1520, Fernando Magallanes llega con dos naves de las cinco con las que había partido de Sevilla el 10 de agosto del año anterior, a la boca del estrecho que bautiza como el Cabo de las Once Mil Vírgenes, penetrando en él con muchas dificultades por las mareas y el viento. Después de 28 días de exploraciones, el 29 de octubre encuentran la salida al otro océano que bautizará con el nombre de Pacífico. Continúan rumbo norte siguiendo la costa chilena hasta colocarse sobre los 36º latitud sur, donde enfilan hacia el oeste adentrándose en el Pacífico. Surcan sus aguas durante tres meses con buena parte de la tripulación padeciendo escorbuto, sin provisiones frescas y sin apenas agua. En su camino llegan a las Filipinas, donde cercano a culminar su sueño, Magallanes muere a manos de los indígenas el 27 de abril de 1521. La mermada tripulación continúa su rumbo hasta las islas Molucas y con una sola nave, la Victoria, llegan a su punto de partida 18 maltrechos supervivientes bajo el mando de Juan Sebastián Elcano donde, según la narración de un cronista de la época: “Una multitud les espera para contemplar este último barco famoso; la expedición en la que tomó parte la cosa más prodigiosa y el acontecimiento más grande que se haya visto desde que Dios creó el primer hombre y el mundo”.

Un elenco de conquistadores y exploradores se abre camino entre los contornos, extremos y escondites de la Tierra. Los mapas se configuran, se dibujan sobre ellos nuevos lugares. Si Magallanes había abierto el paso por el sur hacia el oriente, el finlandés Adolf Eric Nordenskiöld descubría entre 1879 y 1880, trescientos sesenta años más tarde y en dirección contraria a Colón y Magallanes, el paso del Nordeste y no fue hasta 1903 con un joven Roald Amundsen cuando descubre y navega el paso del Noroeste a bordo de una pequeña embarcación, el Gjoa, un pequeño barco al que llamaban una cáscara de nuez y para cuyos hombres nadie apostaba un centavo en una expedición tan peligrosa. Pero antes que el finlandés y el noruego había otros hombres que ya se habían internado en los hielos Árticos, como George Nares, Edward Parry o John Ross entre otros, para descubrir la perseguida apertura de un pasaje en el norte que permitiese alcanzar el Pacífico desde el Atlántico por la vía del Polo e incluso conquistar ese punto que marca el eje de la Tierra. Un sobrino de Ross, James Clark Ross, estudiante del magnetismo terrestre descubre el 31 de mayo de 1831 el Polo Norte Magnético, partiendo desde el mismo lugar donde años antes las brújulas de los buques de Parry, el Hecla y el bergantín armado Griper se volvieron inútiles en el estrecho de Lancaster.



Erebus y Terror

También está el desastroso sir John Franklin, cuyo retrato podría ser cualquiera menos el de un héroe y explorador. Con exceso de peso y problemas circulatorios, precisaba de ayuda para moverse en largas marchas a pie. En 1819 se le encomendó explorar el territorio más inhóspito de Canadá con la idea de encontrar el Paso del Noroeste. En este primer intento se perdió en la bahía de Hudson, donde la mitad de sus hombres murieron de hambre, subsistiendo también a base de carroña, líquenes o sus propios zapatos. "El hombre que comió sus zapatos". Milagrosamente a salvo en casa y sin entender muy bien cómo, se le ordenó partir de nuevo para que culminase su trabajo. Aunque en esta nueva exploración no murió ninguno de sus hombres, fueron los indios quienes tuvieron el infortunio de conocer a tal personaje, llevando a la muerte a varios centenares de ellos.
Dejó también su infausta huella como alcaide de una colonia penal hasta que, inexplicablemente, en 1845 se le encomendó de nuevo, junto con el teniente Francis Crozier, la exploración del Paso del Noroeste al mando de los barcos Erebus y Terror. Expedición en la que ni él ni los 133 hombres bajo sus órdenes regresaron jamás.
Se organizaron varias expediciones de rescate pero sin el menor resultado, hasta que en 1850 se encuentran los restos del primer campamento de invierno entre los años 1845 y 1846 y tumbas en Beechey Island.



En 1859, una expedición financiada por Lady Jane Fraklin y la ayuda del almirantazgo, capitaneada por Francis Leopold McClintock y veinticinco hombres tenía como misión encontrar todos los restos posibles del Erebus y el Terror, siguiendo las pistas que un doctor, John Rae, había recogido en una expedición de 1854. Rae había contactado con esquimales Inuit, quienes contaron que los dos barcos fueron atrapados y destrozados por el hielo. Que habían visto varias tumbas y cadáveres esparcidos por distintos lugares. También afirmaron haber visto 6 años antes unos 40 hombres blancos al noroeste de la Bahía Pelly arrastrando un bote y trineos.
Franklin, nuevamente, no sólo no consiguió su objetivo, sino que llevó a su tripulación al auténtico infierno. La extenuación, inanición y la congelación hicieron que fuesen muriendo en el camino. Detalla Rae que los cuerpos presentaban extrañas mutilaciones, lo que se interpretó como prácticas de canibalismo.
McClintock encontró lo que el doctor John Rae había descrito en su informe, trayéndose consigo reliquias hasta del mismo Franklin.

El Antártico también había vivido su exploración, James Cook fue el primero en circunnavegarlo y casi al mismo tiempo, entre 1837 y 1843, tres hombres ocupan las principales expediciones hacia la Terra Australis Incognita. A Jules-Sébastien-Cesar Dumont Durville se le ordenó en 1837 emprender un viaje hacia el sur y llegar tan lejos como le permitiese el hielo hasta encontrarse con la Antártida. Para ello utilizó dos inadecuados barcos, el Astrolabe y el Zelée, con 183 hombres entre oficiales y tripulación: “Tendréis cien monedas de oro si alcanzáis el paralelo 75, veinte monedas más por cada grado adicional y con lo que pidáis por alcanzar el Polo”. Lejos de lograr el Polo, sí fueron los primeros hombres en pisar el continente Antártico, lo hicieron en un enclave bautizado como Tierra Adelia, en honor a su esposa. Un Dumont Durville que al igual que su análogo norteamericano Charles Wilkes que ve por primera vez la tierra antártica a mediados de enero de 1840, ven su vida salpicada por los maltratos hacia su tripulación. En el verano de 1838 se decidía en una reunión celebrada por la British Associattion, que el citado James Clark Ross, que ya tenía la experiencia del Ártico, fuese el encargado de mandar una expedición al Antártico con un objetivo, el Polo Sur Magnético Ross. Se trataría de una expedición con única participación militar a excepción de los médicos, y para la que dispondría de dos barcos bien preparados para los hielos, que seis años más tarde pasarían a formar parte de la historia trágica de la exploración, el Erebus y el Terror, con los que partiría en septiembre de 1839.

Se explora y se esbozan también los mapas del cielo, de un cosmos por el que se viaja a través de las lentes, una tierra que adquiere su forma redonda y deja de ser ese centro del universo. Que pensamiento más desmesurado en el año de 1473 con Nicolás Copérnico y su sucesor Galileo Galiei quien tuvo que abjurar en Santa María sopra Minerva el 22 de Junio de 1633 de las conclusiones de sus investigaciones astronómicas.
El finisterrae ha quedado atrás, aquel que observo en la noche, el mismo océano por el que han navegado y aventurado hombres que fueron más allá de aquella línea enigmática. Hombres y mujeres que se adentraron por el interior de los continentes para mostrarnos que ningún punto puede marcar el final de la Tierra, una esfera flotando en el infinito universo. ¿O tal vez sí?

En su navegación hasta descubrir la misteriosa Thule, Pytheas dejó atrás el soleado Mediterráneo y los pilares tradicionalmente plantados por Hércules – el estrecho de Gibraltar. Cuenta que cruzó grisáceos y tormentosos mares hasta llegar a Bretaña y Cornwall, la fuente del abastecimiento de estaño. Esos grisáceos y tormentosos mares a los que hace referencia, no podrían ser otros que hoy, ante mis ojos, se muestran apacibles pero que tantas veces, en su despertar embravecido, ha hecho vivir la tragedia a tantos y tantos navegantes. El mismo que un día un abuelo explicó a su nieto, después de muchas tardes de pesca en la ría, donde suaves olas generaban un ligero y divertido vaivén a un pequeño bote. Tenía doce años cuando una mañana escuchó:
-Vamos a doblar el cabo Finisterre. Hoy vas a conocer el mar de los hombres.

Pytheas habló de aquel mar cuajado de Thule, ese pulmón oceánico cuya sustancia no era tierra ni aire ni agua y que no podía ser atravesada por los hombres y las embarcaciones; y fue lo que el explorador noruego Fridtjof Nansen, consideró como una descripción gráfica de los hielos flotantes que bordean la helada superficie del Ártico y conducen a un lugar apartado, perseguido, el Polo Norte.

jueves, 4 de noviembre de 2010

-4 -
Las islas Lobeiras y el Cabo del fin de la tierra









Desde Caneliñas se distinguen dos conjuntos de rocas separados considerablemente el uno del otro. Son las islas Lobeiras. Quería llegar hasta ellas y observar desde allí el cabo del Fin de la tierra.
Había quedado con Arturo en el muelle de Cee. El día era bueno, estaba despejado y hacía calor. A las tres y media de la tarde no había más almas que dos pescadores de caña tratando de engañar a la fauna marina. Escudriñaba con la mirada entre las embarcaciones fondeadas que salpican el puerto cuando alguien asomó desde el interior de una de ellas. Levantó un brazo para saludarme a lo que, instintivamente y con entusiasmo, respondí con el mismo gesto.
Arturo y yo somos compañeros de trabajo. Aunque nos conocemos desde hace pocos años, es de los que considero parte íntegra del término amigo, más allá de lo que puede significar un colega de profesión. Es de esos tipos por los que, quien escribe, pondría, tirando del trabajo, la mano en el fuego.
Mientras ultimaba los detalles en la embarcación yo había dispuesto todo lo necesario para mi primera navegación e inmersión por la ría, esperando al pie de las escaleras del espigón a que el nauta me recogiese como pasajero.
- ¿Qué, estás preparado?, ¿sabes nadar? – Gritó desde el bote mientras hacía la maniobra de atraque. Arturo siempre bromea y pocas veces dice una frase sin soltar una risa en el medio.
Salté con el ímpetu de un pirata que aborda un galeón cargado de tesoros, donde la riqueza que me iba a encontrar estaba en la convivencia de una tarde perfecta.
Empecé a curiosear la lancha. El capitán añadió a su forma original una cabina construida con materiales de fibra y lona, además de algún que otro apaño que le concede una serie de compartimentos muy útiles. La bautizó con el nombre de “Xemeliñas”. Les diré que tiene dos hijas de la misma edad.

Hasta que un atropello en tierra lo jubiló, lo acompañaba siempre un marinero fiel en cada una de sus singladuras. Roy nunca fallaba. Un chucho pequeño, de esos que podrían pasarse el día ladrando, pero Roy no es de los que ladra en balde, ni tan siquiera en las tardes de buceo cuando veía desaparecer a su capitán bajo las aguas oceánicas, guardando la templanza que solo algunos tienen ante situaciones inciertas. Se mueve por el bote con toda la diligencia que requiere un segundo de a bordo para informar de cualquier novedad. Lo más gracioso era verlo en proa, recio y desafiante, firme, con mirada al frente, buscando la salida de la ría. Pendiente que ningún bajo asome entre las aguas. Ojos de bonachón, mandíbula inferior saliente y dos largos, viejos y ocres colmillos que casi tocan la nariz. Roy disfruta del paseo como nadie. Es cariñoso y leal, insisto en lo último. Nunca se sumaría a un motín. Yo alentaría una rebelión si un capitán lleva una regia dictadura. El problema vendría después, cuando la marinería tomase el timón y reinase la anarquía. Esa situación se convierte en una bomba de mecha y tiempo contado. Entonces los grupos se separan. Están los que establecen unas pautas y acatan unas reglas mínimas de comportamiento y convivencia y están aquellos espíritus que se empeñan en fastidiarlo todo, no teniendo más palabra en su boca que la inconformidad perenne. Recuerdo una cita del actor y comediógrafo inglés Alan Bennett: Intentamos establecer una comunidad anarquista, pero la gente no obedecía las normas.



- Otra cosa, por muy mal que te vaya nunca comas raya – me espetó riéndose a carcajada. Después me explicó el motivo pero prefiero obviarlo para no herir la sensibilidad de nadie.




Libres de obstáculos, aceleró la marcha con la potencia que le permitía un motor de veinticinco caballos y una mar que pretendía despertar de la calma chicha. En popa, la estela que deja la hélice es el perfecto dibujo de una flecha de espuma que parece indicarnos la dirección correcta hacia la salida de la ría para encontrarnos con un horizonte casi infinito. Navegamos a los pies del Castillo del Cardenal, que pertenece al ayuntamiento de Corcubión. Su construcción comenzó en el año de 1741 bajo la dirección de La Ferriere. Su misión era la de defender la entrada de la ría junto con el castillo del Príncipe, ubicado al otro lado, en la parroquia ceense de Ameixenda; construido en la época de Carlos III al que se le sumó, a esa labor defensiva, el Castillo de San Carlos en Fisterra, también construido en el período del mismo monarca. En la actualidad, las dos primeras fortificaciones fueron transformadas en residencias privadas y la última en museo. En el siglo XVIII los vecinos de Cee y Corcubión participaron en el combate contra los ingleses que tuvo lugar en aguas fisterranas. Más desafortunada sería la resistencia contra los franceses a los que en 1809 propinaron una sonada derrota, los cuales, en represalia, penetraron en las villas saqueándolas e incendiándolas.
Me contó mi capitán que en una de sus inmersiones en la ría, localizó en el fondo rocoso los cañones de un galeón y que tal hallazgo lo puso en su día, en conocimiento de Patrimonio. También se interesó cuanto percibiría por su extracción. La oferta económica de las instituciones no compensaba sus esfuerzos por sacarlos a la superficie así qué, allí siguen, formando parte de un paisaje del que no todos los que llegan como turistas pueden disfrutar, al menos hasta el momento.

- Mira – dijo con la sempiterna sonrisa en la cara, aprende, rumbo 210 SW, nunca apartes de él, si lo haces vas a perderte y sabe Dios donde vas a aparecer y por encima tendremos que salir a buscarte. Aún tenemos una media hora de navegación – continuó.
Cuando el bote superó el cabo de Cee, se me hizo casi quimérico centrarme en un punto, la mirada se me escapaba incontrolable sondeando todos los puntos cardinales y, miremos donde miremos, todo se antoja magnífico sobre esta naturaleza. El macizo del Pindo muestra toda su longitud hacia esta franja costera, siempre extraño, esotérico mundo pétreo. Disonante con el paisaje. Se distingue perfectamente ocupando la posición central, la cima de A Moa. También se vislumbra la esbelta silueta del pico Peñafiel. Su bloque cuadrado que constituye la cima, albergó en la Edad Media una torre, pero era esta figura geométrica y vertical, la que le otorgaba una apariencia desde el mar, de extraordinaria e inexpugnable fortaleza, recogiéndose esta visión marina en antiguos escritos.

O CAPITÁN

Arturo nació en Camariñas.
- Cuando terminé la mili cogí un tren con destino a Irún. Iba a embarcar en un buque de pesca de altura. Que iba a hacer meu chaval? – me pregunta. En Camariñas no te quedaba otra cosa – apuntilla.
Esbocé una leve sonrisa. Sigue – le pedí.
- No sé que se me pasó por la cabeza pero, en el último instante, en vez de ir al puerto me quedé en la estación y allí, en plena frontera, me metí en otro tren sin saber muy bien a donde iba y sin una peseta con la que pagarme el billete – explicaba con cara de trotamundos.
Escuchándolo y viendo su mirada, realmente creo que cuando salió de casa no llevaba un rumbo fijo en su mente, quizá era cualquier lugar y estoy seguro que si este tren diese la vuelta al mundo él la completaría, tal vez sin apearse en ningún sitio o tal vez permaneciese un tiempo en cada una de sus estaciones. Disfrutaba escuchándolo, con el sonido de fondo del mar rompiendo en la proa y el ruido sordo del motor que hacía avanzar el bote. Durante su viaje de polizón de ferrocarril, en más de una ocasión consiguió esquivar al revisor francés hasta que el cansancio le pudo y lo resignó a un profundo sueño del que despertó a la voz y los zarandeos del sorteado funcionario. La agudeza y rapidez de la improvisación y hacerse creíble, pueden salvarle a uno el pellejo ante un ambiente complicado.
- ¡La cartera, la documentación! ¡Police! – dije gritando mientras hurgaba frenéticamente los bolsillos de la cazadora vaquera. Yo me reí. Coño – continuó – acababa de despertarme y yo estaba que me caía ¡Police! – volví a gritar.
El revisor no pudo más que creerlo o al menos hacer que lo creía. En París, lo esperaba la policía. No podía quedarse, estaba indocumentado en tanto que las autoridades tenían la obligación de regresarlo de nuevo a España, pero Arturo encolerizó, no podía volver. Su brújula señalaba cualquier dirección menos la de regreso.
- Suíza, voy a Suíza, Ginebra, Gèneve, allí es a donde iba, pero me quedé dormido. Allí me esperan – corrigió.
No sabe de qué manera pudo ser tan convincente pero la policía francesa lo metió en un tren con destino a Ginebra y una vez allí, en la frontera con el país alpino, el mismo problema, las mismas artimañas de convicción.
- Un primo, me espera un primo con un contrato de trabajo, tengo que ir si no pierdo el trabajo, no puedo volver.
Al año siguiente Barcelona se despertaba como ciudad olímpica. Era un buen momento para regresar y buscarse la vida más cerca de casa. Enseguida encontró trabajo como camarero. Puedo imaginarlo desempeñando su labor con toda diligencia, siempre atento, siempre indiscutible ante sus recomendaciones culinarias. Entre plato y plato Arturo conoce gente.
- Volví a Camariñas después de dos años fuera. No me quedó otra que la mar. Dormíamos con la botella de whiskey en la litera, en un espacio muy reducido y moviéndonos al ritmo del oleaje. Lo peor era si tu posición estaba orientada de babor a estribor porque resultaba imposible estabilizarse en una postura. Lo mismo que mirabas a babor, un golpe de mar te empotraba contra las paredes de estribor. No te lavabas en mareas enteras y olías a salitre. Dormías no más de tres o cuatro horas al día y nunca en el mismo horario. El café corría por la garganta como el agua por el barco.
- Café, más café, taza de café, bebe – obligaba el cocinero a grito dictador para mantener al personal espabilado.

En Lobeira Grande fondeaban un par de embarcaciones y un grupo de gaviotas que, posadas sobre una roca, dejaban una buena estampa con el macizo del Pindo al fondo. Arturo me acercó al espigón para que saltase a tierra. Caminé por el cemento intimidado por el edificio del faro. La enorme construcción de piedra tiene sus paredes pintadas de blanco, cerrado a cal y canto con puertas y ventanas tapiadas, resignándome a una sensación de soledad completa. Me recorrió un escalofrío cuando recordé que a principios del año 1900 un fuerte temporal dejó aislada durante un buen tiempo a la familia que lo habitaba. Me recordó la historia a la película El resplandor. Por momentos siento hasta cierta envidia de esa vida apartada, como Robinsones. Lo malo es que aquí no hay una vegetación exuberante y la pequeña playa, repleta de conchas, está lejos de una estampa caribeña aunque, sin necesidad de todo eso, se me antoja paradisíaca.
Regresé al bote y observé como un frente plomizo que entraba del Atlántico, marcaba la línea del horizonte.
- Mañana está aquí pero verás como dentro de nada ya se nota en el mar – dijo Arturo.

El capitán ahora tiene otro bote más moderno. Roy ya no sale a la mar, se echó una novia que un día abandonaron a las puertas del Parque Comarcal de Bomberos Costa da Morte y que rebautizamos con el nombre de Lanza. Sin embargo, a veces, Arturo permite que en la navegación lo acompañen otros perros.

El Finisterrae aparece acostado sobre un océano adormilado. Puedo imaginar a un soldado romano contando que un día, en aquel punto extremo, dejó caer su espada para quitarse el casco en un gesto desesperado para taparse los oídos con sus manos porque un ruido estridente invadía su cerebro. De cómo se encogió sobre su vientre porque se le hacía insoportable aquel sonido y que, en un esfuerzo, levantó su mirada para ver como el océano hervía cuando el sol penetraba como un hierro al rojo vivo en un odre de agua. Que más allá de aquella línea de agua, sobre el horizonte más lejano que nadie pudiese imaginar no había absolutamente nada, sólo abismos.
Cesan los ruidos del día. Por un instante silencio. Tímidamente surgen los ecos de la noche. Penumbra.

El 16 de Julio de 1969 el cohete Apolo 11 abandona la tierra. Millones de personas están pendientes de un hecho que cambiará el rumbo de la humanidad y embarcará a tres personas, Michael Collins, Edwin Aldrin y Neil Armstrong hacia nuevos misterios. Cuatro días después, el módulo lunar Eagle alunizaba en el Mar de la Tranquilidad.
Cuenta Aldrin: “Estoy al pie de la escalera, dijo Neil. Las almohadillas de las patas del módulo lunar sólo están hundidas tres o cuatro centímetros. La superficie estaba formada por un polvo de grano muy fino. Ahora voy a salir del modulo lunar. Desde mi ventanilla observé cómo Neil movía su pie, desde el disco metálico situado en la almohadilla de la pata del módulo hasta la superficie formada por un polvo gris.
" Es un pequeño paso para el hombre, y un salto de gigante para la humanidad".


La gravedad lunar era tan leve que bajar por la escalera de mano era a la vez agradable y complicado. Ensayé varias veces cómo alcanzar el alto peldaño inicial y luego bajé de un salto hasta donde estaba Neil ¿Qué te parece? – preguntó Neil - Aquí tenemos una vista magnífica. Me volví y miré hacia el horizonte que descendía escalonadamente en todas direcciones. Como mirábamos “con el sol abajo”, más allá del borde de la Luna sólo había un vacío negro… Más allá, a la izquierda, pude distinguir el borde de un cráter más grande. Respiré profundamente, mientras se me ponía la piel de gallina”.






"Precioso, precioso - dije - magnífica desolación".