domingo, 5 de diciembre de 2010

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Ultima Thule













Es posible que la roca sobre la que ya llevaba un largo rato sentado, tuviese una forma amoldada a mis posaderas, porque lo cierto es que mis glúteos no estaban del todo resentidos, sin embargo por mi interior corría una cierta inquietud que me obligaba a levantarme, a estirar un poco las piernas y tal vez a despertarme de tantas divagaciones. De pie, con la mente vacía de pensamientos, la curiosidad se va hacia un coche que aparece a lo lejos por la carretera que viene de Cee. Desde mi posición puedo seguir sus movimientos sin problemas, lo observo sin el mayor de los intereses pero tampoco lo abandono de mi vista. En el inicio del puente se desvía a la izquierda siguiendo la carretera pegada a la desembocadura del río. Inicia la dura subida hacia el mirador y las luces de sus faros esbozan en la noche la sinuosidad de la calzada. Viró en el mirador y mis ojos se cerraron siguiendo las pautas de un acto reflejo ante un deslumbramiento inminente cuando sus destellos enfocaron hacia nuestra posición, si bien la distancia era la que se encargaba de disipar cualquier atisbo de ceguera transitoria. Los focos del coche se apagaron y solo pude intuir unos momentos desenfrenados de sexo en una pareja que, apasionadamente, saldaban una noche de sábado. Eran las cuatro y media, me reí y no pude evitar cierta envidia. Volví la mirada hacia la entrada de la tienda que unas varillas le confieren una forma de iglú, nuevamente una sonrisa dibujaba mi cara porque sabía que su único ocupante en esos momentos no era ni por casualidad mi tipo.
Miré detenidamente a una luna que el hombre ya había conquistado. La exploración continúa. Aproveché su luz para siluetear las crestas de los picos que me rodeaban, desde el Peñafiel hasta la cima que nos albergaba en mitad de su ladera y descender la crestería hasta el pueblo del Pindo. En ese recorrido visual mis ojos se encontraron de nuevo en la noche con el faro del Cabo Finisterre.

El faro del Fin de la Tierra pero, ¿dónde comenzaba esa Tierra? Los babilonios consideraban a la Tierra como una montaña ingente surgida de las aguas del océano; el cielo, con estrellas fijas, es una cámara hueca donde el Sol asciende cada día por una puerta al este y se pone por otra puerta al oeste. A lo largo de los tiempos se expusieron muchas ideas y estudios de cómo sería su configuración. Los antiguos egipcios concebían un cielo plano que se apoyaba en los montes fronterizos de Arabia y Libia y en cuatro robustos y prolongados pilares, y de ese toldo celestial colgaban las estrellas como si de lámparas se tratase. Desde Homero, que imaginaba la Tierra como un disco cóncavo en cuyo centro rugía el Mediterráneo y desembocaban los ríos, hasta quien le otorgó forma cilíndrica, de cono e incluso un dilatado rectángulo. Fue seiscientos años antes de nuestra era cuando Tales de Mileto se acercó más a la realidad de nuestro planeta al intuir una forma esférica del cielo, que rodearía a la Tierra como la cáscara del huevo al interior del mismo y en cuyo centro de la esfera flotaría, sobre el océano, el disco terrestre. Pitágoras o alguno de sus aventajados discípulos, dedujo por primera vez la redondez de la Tierra al comprobar que la sombra de esta en los eclipses de luna era siempre de forma circular. Los marinos también tuvieron su opinión ya que el mar, lejos de aparecer como una línea completamente horizontal, presentaba una ligera curvatura en la que no solo parecía que el sol, la luna y las estrellas surgían por debajo del horizonte oriental y se hundían en el Oeste, sino que, en las regiones situadas muy al norte o al sur del país del observador, el sol de mediodía estaba anormalmente bajo o singularmente alto en el firmamento, y las estrellas familiares desaparecían de la vista mientras se presentaban otras, hasta entonces ignoradas.
Heródoto de Halicarnaso había recorrido el mundo conocido – Babilonia y Persia, el sur de Italia y Egipto – y cierta tarde de verano del año 446 a. c. asombró a su auditorio en el ágora de Atenas exponiendo que un siglo antes, y por encargo del faraón Necao, los navegantes fenicios habían zarpado del mar Rojo, doblado el Cabo – donde advirtieron, con gran sorpresa que el sol de mediodía quedaba al Norte – y regresado a Egipto por el Mediterráneo. Los atenienses le escucharon incrédulos: para ellos, Libia (África actual) se unía en el sur con Asia, y el mar de Eritrea (Océano Índico) era un mar interior.
El comercio impulsó a los hombres a ir un poco más allá de los puntos conocidos, en definitiva a la búsqueda de nuevos territorios y pueblos, lugares más alejados con los que comerciar al tiempo y la posibilidad de descubrir otras especies, géneros o mercaderías. Los fenicios comerciaban regularmente con pueblos del norte, con las islas Casitérides (islas Británicas) y las costas germánicas, donde obtenían el codiciado estaño y el resplandeciente ámbar.



Un geógrafo y navegante griego llamado Pytheas, emprendió una discutida travesía hacia el año 349 a. de C. que le llevó más allá de las islas Británicas que era su idea original. Su principal obra, Sobre el Océano, se había perdido pero su viaje y aventura se hizo conocida gracias al relato del historiador Polibio en el que describe que Pytheas recorrió gran parte de Albión a pie, alcanzó la desembocadura del Vístula en el Báltico y llegó a descubrir una isla recóndita situada a seis días de navegación del extremo norte de Britania y que se extendía hasta el Círculo Ártico. Era la misteriosa Thule. De Thule dijo que había un mar cuajado, un pulmón oceánico que se agitaba como la respiración de un monstruo bajo las olas.





Cristóbal Colón, embarcado desde la adolescencia, navegó por el mar Egeo, fue corsario del rey de Francia y viajó hasta la legendaria Thule, la Islandia de los vikingos. Tal vez allí, después de haber conocido aquel territorio apartado comprendió que su vida no era la de un mero viajero si no la de un explorador. Colón tradujo en su Libro de las Profecías unos versos de Séneca:


Secula seris, quipus Oceanus
Vincula rerum laxet, et ingens
Pateat tellus Typhisque novos
Detegat orbes nec sic terris
Ultima Thule.


Llegará el día, en un futuro lejano, en que el océano ensanche su cerco, y la Tierra se nos muestre en toda su grandeza, y otro Tyhpis nos descubra nuevos mundos, y no sea Thule la región más apartada”.

Ese día llegó para Cristóbal Colón en la madrugada del 12 de octubre de 1492, a los dos meses y nueve días de navegación y con una tripulación desesperada. La Pinta, que era más velera, navega en cabeza delante del Almirante. Quien está en la cofa con futuro incierto, soñoliento quizá, aburrido tal vez de no ver más que la vastedad de un océano durante el día y la inmensidad del cielo en la noche, es el marinero Rodrigo de Triana. Sin embargo, en un santiamén su cuerpo tembló, fue recorrido por un escalofrío después de tantos días de espera; fijó su mirada en la visión que la penumbra de la noche le ofrecía para cerciorarse que ante sus ojos no había otra cosa más deseada que la silueta de una fracción de tierra. Un instante alarmado, sobresaltado, cuando su voz se oyó en la carabela mandada por Martín Alonso Pinzón. El marinero Rodrigo de Triana alertaba a los otros veinticuatro tripulantes al grito de ¡Tierra, tierra!
Cristóbal Colón, nació en 1451 – año en el que coinciden la mayoría de los historiadores – en el seno de una familia humilde, hijo de un tejedor y cardador de lana, creía haber llegado al oriente por occidente. Ese era su sueño de explorador y fue su gran y valioso error. Si no hubiese sido él no pasaría mucho tiempo en que la historia entregase a otro marino explorador y aventurero tan significativo momento o, tal vez, la historia ya se le había negado a otros.
Sólo él creía que la “Tierra es pequeña” y si lo era, podía rodearla navegando cuando quisiera. Lejos de aquellas tierras de Oriente descritas por Marco Polo en su Libro de las maravillas, a donde Colón ansiaba llegar verdaderamente, descubriría un Nuevo Mundo, quizá un Nuevo Mundo al que ya hacían referencia leyendas que hablaban de islas fantásticas occidentales como las Antillas, Brasil, o San Borondón y que seguramente respondían a avistamientos de tierras americanas por marineros a lo largo de los siglos. A estas leyendas hay que añadir el testimonio de los indios de Cuba, recogido después por fray Bartolomé de las Casas, gran amigo de Colón, en el que afirmaban que “tenían reciente memoria de haber llegado a esta isla de la Española otros hombres blancos y barbados como nosotros antes que nosotros no muchos años”. Poco tiempo después de haber desembarcado aquel 12 de octubre de 1492 en Guanahaní corrió un rumor de que Colón ya tenía conocimiento de la ubicación de aquellas tierras. Treinta años después de la muerte del navegante, Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de sus primeros historiadores, contaba que, al parecer, un piloto amigo de Colón, a bordo de una carabela que pasaba de España a Inglaterra, se vio arrastrado por el temporal hasta unas tierras occidentales desconocidas, al regreso de las cuales, gravemente enfermo, fue a parar a la isla de Madeira, donde por entonces vivía Colón que lo acogió en su casa. Su proyecto maduró con la carta y un mapa que un médico florentino había enviado al rey de Portugal que no se conserva, Paolo dal Pozzo Toscanelli (1397 – 1482), aficionado a las matemáticas y a la astronomía y atento lector de los Viajes de Marco Polo, hecho que sumado a sus aficiones geográficas, lo llevó a estudiar la posibilidad de llegar al lejano Oriente a través del Océano Atlántico.
Colón fue un hombre ambicioso en todos los sentidos, no sólo como explorador: El oro es la cosa más excelsa, aquel que lo posee tiene todo lo que se puede anhelar en el mundo y consigue tanto que puede enviar las almas al Paraíso. Con la tenacidad de una persona firmemente convencida de sus ideas, dejó a un lado errores, supersticiones, envidias y discordias para lograr sus fines. Tras haber negociado inútilmente con la corona portuguesa y después de siete años largos de espera, consiguió convencer a los Reyes Católicos que accedieron a financiar el proyecto junto al banquero judeoconverso Luis Santángel y a un grupo de financieros italianos (tres genoveses y dos florentinos) que vivían en Andalucía. Sin embargo su vida estuvo repleta de infortunios hasta sufrir un ocaso humillante y vivir sus últimos días, hasta su muerte en Valladolid en 1506, triste y casi abandonado. Cristóbal Colón había tenido el primer revés a sus sueños en el mismo viaje del Descubrimiento. Las nuevas tierras eran hermosas, paradisíacas, pero en ellas no había encontrado la riqueza ni la gran civilización que esperaba. En aquel lugar no había rastro del Gran Kahn ni de sus fabulosas minas, no eran las costas de la legendaria Catay, la actual China, que anhelaba. Y aunque allí sí hubo un mercado de oro, perlas y piedras preciosas que años más tarde comenzaron a viajar del Nuevo al Viejo Mundo, en los cuatro viajes que Colón emprendió a Las Indias no depararon los beneficios que los monarcas y los banqueros de España esperaban y a pesar de esa contrariedad, nunca cejó en su empeño por encontrar el estrecho que le permitiese continuar su viaje hasta el oriente por el occidente y todos sus infortunios limitaron su radio de acción al ámbito del Caribe. No pudo imaginar que para hallar el estrecho que le diese paso a las tierras del Gran Kahn tendría que descender todo un continente y eso lo hizo Magallanes catorce años después de su muerte.





El 21 de octubre de 1520, Fernando Magallanes llega con dos naves de las cinco con las que había partido de Sevilla el 10 de agosto del año anterior, a la boca del estrecho que bautiza como el Cabo de las Once Mil Vírgenes, penetrando en él con muchas dificultades por las mareas y el viento. Después de 28 días de exploraciones, el 29 de octubre encuentran la salida al otro océano que bautizará con el nombre de Pacífico. Continúan rumbo norte siguiendo la costa chilena hasta colocarse sobre los 36º latitud sur, donde enfilan hacia el oeste adentrándose en el Pacífico. Surcan sus aguas durante tres meses con buena parte de la tripulación padeciendo escorbuto, sin provisiones frescas y sin apenas agua. En su camino llegan a las Filipinas, donde cercano a culminar su sueño, Magallanes muere a manos de los indígenas el 27 de abril de 1521. La mermada tripulación continúa su rumbo hasta las islas Molucas y con una sola nave, la Victoria, llegan a su punto de partida 18 maltrechos supervivientes bajo el mando de Juan Sebastián Elcano donde, según la narración de un cronista de la época: “Una multitud les espera para contemplar este último barco famoso; la expedición en la que tomó parte la cosa más prodigiosa y el acontecimiento más grande que se haya visto desde que Dios creó el primer hombre y el mundo”.

Un elenco de conquistadores y exploradores se abre camino entre los contornos, extremos y escondites de la Tierra. Los mapas se configuran, se dibujan sobre ellos nuevos lugares. Si Magallanes había abierto el paso por el sur hacia el oriente, el finlandés Adolf Eric Nordenskiöld descubría entre 1879 y 1880, trescientos sesenta años más tarde y en dirección contraria a Colón y Magallanes, el paso del Nordeste y no fue hasta 1903 con un joven Roald Amundsen cuando descubre y navega el paso del Noroeste a bordo de una pequeña embarcación, el Gjoa, un pequeño barco al que llamaban una cáscara de nuez y para cuyos hombres nadie apostaba un centavo en una expedición tan peligrosa. Pero antes que el finlandés y el noruego había otros hombres que ya se habían internado en los hielos Árticos, como George Nares, Edward Parry o John Ross entre otros, para descubrir la perseguida apertura de un pasaje en el norte que permitiese alcanzar el Pacífico desde el Atlántico por la vía del Polo e incluso conquistar ese punto que marca el eje de la Tierra. Un sobrino de Ross, James Clark Ross, estudiante del magnetismo terrestre descubre el 31 de mayo de 1831 el Polo Norte Magnético, partiendo desde el mismo lugar donde años antes las brújulas de los buques de Parry, el Hecla y el bergantín armado Griper se volvieron inútiles en el estrecho de Lancaster.



Erebus y Terror

También está el desastroso sir John Franklin, cuyo retrato podría ser cualquiera menos el de un héroe y explorador. Con exceso de peso y problemas circulatorios, precisaba de ayuda para moverse en largas marchas a pie. En 1819 se le encomendó explorar el territorio más inhóspito de Canadá con la idea de encontrar el Paso del Noroeste. En este primer intento se perdió en la bahía de Hudson, donde la mitad de sus hombres murieron de hambre, subsistiendo también a base de carroña, líquenes o sus propios zapatos. "El hombre que comió sus zapatos". Milagrosamente a salvo en casa y sin entender muy bien cómo, se le ordenó partir de nuevo para que culminase su trabajo. Aunque en esta nueva exploración no murió ninguno de sus hombres, fueron los indios quienes tuvieron el infortunio de conocer a tal personaje, llevando a la muerte a varios centenares de ellos.
Dejó también su infausta huella como alcaide de una colonia penal hasta que, inexplicablemente, en 1845 se le encomendó de nuevo, junto con el teniente Francis Crozier, la exploración del Paso del Noroeste al mando de los barcos Erebus y Terror. Expedición en la que ni él ni los 133 hombres bajo sus órdenes regresaron jamás.
Se organizaron varias expediciones de rescate pero sin el menor resultado, hasta que en 1850 se encuentran los restos del primer campamento de invierno entre los años 1845 y 1846 y tumbas en Beechey Island.



En 1859, una expedición financiada por Lady Jane Fraklin y la ayuda del almirantazgo, capitaneada por Francis Leopold McClintock y veinticinco hombres tenía como misión encontrar todos los restos posibles del Erebus y el Terror, siguiendo las pistas que un doctor, John Rae, había recogido en una expedición de 1854. Rae había contactado con esquimales Inuit, quienes contaron que los dos barcos fueron atrapados y destrozados por el hielo. Que habían visto varias tumbas y cadáveres esparcidos por distintos lugares. También afirmaron haber visto 6 años antes unos 40 hombres blancos al noroeste de la Bahía Pelly arrastrando un bote y trineos.
Franklin, nuevamente, no sólo no consiguió su objetivo, sino que llevó a su tripulación al auténtico infierno. La extenuación, inanición y la congelación hicieron que fuesen muriendo en el camino. Detalla Rae que los cuerpos presentaban extrañas mutilaciones, lo que se interpretó como prácticas de canibalismo.
McClintock encontró lo que el doctor John Rae había descrito en su informe, trayéndose consigo reliquias hasta del mismo Franklin.

El Antártico también había vivido su exploración, James Cook fue el primero en circunnavegarlo y casi al mismo tiempo, entre 1837 y 1843, tres hombres ocupan las principales expediciones hacia la Terra Australis Incognita. A Jules-Sébastien-Cesar Dumont Durville se le ordenó en 1837 emprender un viaje hacia el sur y llegar tan lejos como le permitiese el hielo hasta encontrarse con la Antártida. Para ello utilizó dos inadecuados barcos, el Astrolabe y el Zelée, con 183 hombres entre oficiales y tripulación: “Tendréis cien monedas de oro si alcanzáis el paralelo 75, veinte monedas más por cada grado adicional y con lo que pidáis por alcanzar el Polo”. Lejos de lograr el Polo, sí fueron los primeros hombres en pisar el continente Antártico, lo hicieron en un enclave bautizado como Tierra Adelia, en honor a su esposa. Un Dumont Durville que al igual que su análogo norteamericano Charles Wilkes que ve por primera vez la tierra antártica a mediados de enero de 1840, ven su vida salpicada por los maltratos hacia su tripulación. En el verano de 1838 se decidía en una reunión celebrada por la British Associattion, que el citado James Clark Ross, que ya tenía la experiencia del Ártico, fuese el encargado de mandar una expedición al Antártico con un objetivo, el Polo Sur Magnético Ross. Se trataría de una expedición con única participación militar a excepción de los médicos, y para la que dispondría de dos barcos bien preparados para los hielos, que seis años más tarde pasarían a formar parte de la historia trágica de la exploración, el Erebus y el Terror, con los que partiría en septiembre de 1839.

Se explora y se esbozan también los mapas del cielo, de un cosmos por el que se viaja a través de las lentes, una tierra que adquiere su forma redonda y deja de ser ese centro del universo. Que pensamiento más desmesurado en el año de 1473 con Nicolás Copérnico y su sucesor Galileo Galiei quien tuvo que abjurar en Santa María sopra Minerva el 22 de Junio de 1633 de las conclusiones de sus investigaciones astronómicas.
El finisterrae ha quedado atrás, aquel que observo en la noche, el mismo océano por el que han navegado y aventurado hombres que fueron más allá de aquella línea enigmática. Hombres y mujeres que se adentraron por el interior de los continentes para mostrarnos que ningún punto puede marcar el final de la Tierra, una esfera flotando en el infinito universo. ¿O tal vez sí?

En su navegación hasta descubrir la misteriosa Thule, Pytheas dejó atrás el soleado Mediterráneo y los pilares tradicionalmente plantados por Hércules – el estrecho de Gibraltar. Cuenta que cruzó grisáceos y tormentosos mares hasta llegar a Bretaña y Cornwall, la fuente del abastecimiento de estaño. Esos grisáceos y tormentosos mares a los que hace referencia, no podrían ser otros que hoy, ante mis ojos, se muestran apacibles pero que tantas veces, en su despertar embravecido, ha hecho vivir la tragedia a tantos y tantos navegantes. El mismo que un día un abuelo explicó a su nieto, después de muchas tardes de pesca en la ría, donde suaves olas generaban un ligero y divertido vaivén a un pequeño bote. Tenía doce años cuando una mañana escuchó:
-Vamos a doblar el cabo Finisterre. Hoy vas a conocer el mar de los hombres.

Pytheas habló de aquel mar cuajado de Thule, ese pulmón oceánico cuya sustancia no era tierra ni aire ni agua y que no podía ser atravesada por los hombres y las embarcaciones; y fue lo que el explorador noruego Fridtjof Nansen, consideró como una descripción gráfica de los hielos flotantes que bordean la helada superficie del Ártico y conducen a un lugar apartado, perseguido, el Polo Norte.

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