El fracaso no es una opción
“Fumar en pipa predispone a juzgar con calma y objetividad los actos humanos”. Mi afición por fumar en pipa aparece después de haber leído un libro de Carolina Alexander, “Atrapados en el hielo” y esta frase tan significativa, pronunciada por un genio de pelo blanco y bigote, sentenció definitivamente en mí este ocasional placer.
Fue algo curioso, mi amigo Javier, compañero en mi anterior trabajo, me habló de ese libro, de su lectura y que le había encantado.
-Tienes que leerlo, es que tiene que gustarte – y lo decía con conocimiento de causa por mis inquietudes hacia la aventura. Me hablaba de unos exploradores que en su intento por ser los primeros en cruzar el continente antártico, habían quedado atrapados con su barco en un mar congelado sin tan siquiera poder iniciar la travesía.
Me regaló el libro y vaya si lo leí. Me quedé tan atrapado como todos los que aparecían en esa historia de supervivencia que comenzó el 8 de agosto de 1914 cuando el Endurance partió de Inglaterra. Sin duda la misma sensación de todos aquellos que pasaron por sus páginas. Las fotografías de Frank Hurley contribuyeron a vivir con cierta intensidad desmesurada el relato de esa expedición.
Shackleton no apareció en ese sueño, está omnipresente en mí. Le llamaban “El Jefe”.
A punto de finalizar la primera década del siglo XXI, se cumplirán los cien años del Endurance y la odisea de su tripulación. El empeño de El Jefe para que todos regresasen sanos y salvos. ¿Acaso la exploración moderna no ha vivido ya algo similar? ¿La lucha y el ingenio por traer de vuelta a casa una tripulación? La formada por James Lowell, Jack Swigert y Fred Haise cuyo destino era las Llanuras de Fra Mauro en la Luna.
Finalmente, el 17 de abril de 1970, amerizaba en el Océano Pacífico la cápsula con los tripulantes del Apollo XIII. Se había conseguido un gran éxito en la carrera espacial, el fracaso no era una opción.
Ernest Shackleton se olvidó de su sueño de ser los primeros en cruzar el continente antártico, en su mente solo tenía cabida una idea: Devolver con vida a sus hombres. Escapar de una placa de hielo que los alejaba del lugar donde habían programado desembarcar para iniciar la travesía a pie y que estaba a tan solo un día de navegación. Los hielos apretaron el Endurance hasta estrujarlo y hundirlo en las profundidades australes. Los astronautas del Apollo XIII tardaron cuatro días en regresar a casa, la tripulación del Endurance dos años y sobreviviendo a las más duras condiciones. Se hicieron a la mar en los pequeños botes que recuperaron del barco junto con otros útiles, arrastrándolos con ellos hasta que el hielo del Mar de Weddell se había convertido en una trampa mortal. Alcanzaron tierra firme en la Isla Elefante, un lugar desolado y tremendamente alejado de cualquier punto civilizado. Dos hombres, Marston y Greenstreet propusieron utilizar tres de los cuatro botes a modo de cabaña colocándolos al revés y elevándolos sobre unos muros de piedra, para lo que también aprovecharon la tela de las tiendas como cortavientos. En este refugio vivieron veintidós hombres durante cuatro meses cuando Shackleton, consciente de que no podrían quedarse allí esperando a que alguien los rescatase, seleccionó un grupo y prepararon la barca que les quedaba para iniciar días más tarde una larga, sacrificada y arriesgada navegación. El James Caird, era el bote salvavidas, el bote de la incertidumbre que despidieron con tres entusiasmados hurras desde la isla Elefante. Shackleton escogió a cinco hombres por sus habilidades: Frank Worsley piloto y navegante; Timothy McCarthy y George Vincent por sus dotes como navegantes; tratándose de barcos de madera Harry McNeish era la mejor opción por su experiencia y destreza como carpintero; y si alguno de aquellos hombres era física y mentalmente fuerte no había otro como Tom Crean.
Su destino era la isla Georgia del Sur.
Lograron su objetivo llegando al que había sido su punto de partida pero por el lugar equivocado. Veinte meses después del inicio de la Gran Guerra, Shackleton y sus cinco hombres vivían un extenuado final, obligados a realizar la travesía por las montañas de la isla de San Pedro sin librarse de situaciones límite, sobreviviendo a las condiciones más duras impuestas por el Antártico. Con un aspecto dantesco se presentó ante el capitán Sorlle, llevados por el capataz de la estación ballenera de Stromness.
- ¿No me conoce? – pregunta.
- Conozco su voz – respondió el capitán Sorlle, equivocándose de personaje.
- Me llamo Shackleton.
En ese período de tiempo atrás, justo cuando todo estaba a punto para partir hacia la Antártida y con el interés demostrado de la prensa británica por la expedición, la noticia pasó a un segundo plano cuando el 1 de Agosto de 1914 Alemania declaraba la guerra a Rusia y a las primeras de cambio estallaría en Europa. Después de consultar con la tripulación y casi al mismo tiempo y de la misma manera que Mallory se ofrecía patrióticamente a servir a su país, Shackleton dispuso su embarcación, el Endurance, y su grupo a la necesidad del gobierno – “entre nosotros había bastantes hombres entrenados y con experiencia para tripular un destructor”. La esperada respuesta fue simple y sorprendentemente contraria a lo que sin duda aguardaba – “Procedan”. Volviendo a Stromness, confuso, una de sus primeras preguntas a Sorlle refleja perfectamente la lentitud del paso del tiempo cuando la vida se vuelve adversa:
- ¿Cuándo finalizó la guerra?, Shackleton no podía imaginar la larga duración del conflicto y su monstruosidad como dijo Mallory. Escribio más tarde en su libro South – “acaso el lector no se percate de cuán difícil nos resulta imaginar casi dos años de la guerra más impresionante de la historia. Los ejércitos luchando en las trincheras… el uso de gas venenoso y fuego líquido, el centenar de incidentes de la guerra… No había hombres civilizados que pudiesen haber ignorado tan a fondo los acontecimientos que estremecían al mundo como lo ignorábamos nosotros al llegar a la estación ballenera de Stromness”.
- La guerra no ha acabado. Hay millones de muertos. Europa está loca. El mundo está loco – fue la respuesta de Sorlle. Tristemente más tarde o más temprano, una y otra vez, utilizaremos la última frase.
En la mañana del 30 de agosto de 1916 en la isla Elefante, Frank Wild, el segundo y leal jefe de Shackleton, señala entusiasmado que hay un barco. Hurley se apresura a hacer un fuego con parafina, grasa de foca y hierba. Un barco negro y muy pequeño, un remolcador de vapor. Todos salen expectantes. Desde la cubierta del Yelcho, Shackleton observa con sus binoculares y cuenta veintidós figuras. No ha perdido a ninguno de sus hombres. En el sur del mundo el fracaso tampoco era una opción.
La piedra del Pindo se enrojece cuando el sol se va, cuando sus rayos se despiden cada tarde despejada para hundirse en el océano. Nos largamos de la cima, descendiendo por cada largo ya abierto de la vía Dile al sol y después destrepando, saltando de piedra en piedra y caminando entre afilados tojos. Cuando llegamos abajo, volví la mirada hacia arriba porque me vinieron al recuerdo en toda esta ensoñación, unas palabras que J.E. Hodder Williams escribió en Like English Gentelmen diciendo que los ingleses las habían pasado moradas por apoderarse de una tierra desconocida y plantar su bandera en el lugar más alto. Ese era el Everest. Tendría que hablarles de ello, pero ¿saben donde se interrumpe un sueño? Sí, desde luego, en lo mejor. En un punto intermedio entre el espacio y la tierra.
Apoderarse de una tierra desconocida y plantar la bandera en el lugar más alto… Y eso era algo de lo que los ingleses carecían. Habían participado en grandes empresas pero ninguna de ellas les llevó a la conquista de los extremos de la tierra y, con los polos ya descubiertos, solo les quedaba uno.
Tendría que hablarles de George Leigh Mallory y de Andrew Irvine, de Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay. De un joven inglés con mirada apasionada que escalaba hasta el tejado de la iglesia de su padre. De un neozelandés grande y bonachón que era apicultor y se trajo la cima de la montaña más alta de la tierra para los ingleses. De los segundos de cordada: un joven ingeniero y un servicial y experimentado sherpa.
El primer libro de montaña que leí en mi vida fue el de un médico catalán, Josep A. Pujante: No vi Dioses en la cima del Everest. Me llamó mucho la atención su comienzo:
"Podría ser denominado “Finisterre”, pero se le conoce con el prosaico nombre de “cima del Everest”. Ese lugar donde acaba el planeta, que marca los confines del globo, no está en Galicia, bañado por el mar, sino en el Himalaya, entre el Nepal y Tibet, azotado por los vientos huracanados que ningún obstáculo de semejante altura puede detener".
La Costa da Morte está repleta de vida. Dice Pujante que el Everest está azotado por los vientos huracanados, desde luego, no lo pongo en duda; pero como dice Arturo, mi compañero, cuando el hombre del tiempo anuncia la entrada de los temporales, aquí ya nos los hemos comido.
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