La luz artificial
Mi compañero de cordada dormitaba en su saco, había escalado muchas montañas a lo largo de su vida, y en dos de ellas abriendo más caminos verticales que ningún otro semejante, pero nunca había escalado tan próximo al Fin de la Tierra.
Eso debió motivar que alguien fijase su mirada en nuestra primera y tardía función de un primer largo de cuerda que decidimos dejar abierto aprovechando la luz del cenit. Cerca de las once de la noche y dispuestos a atender nuestros estómagos, comenzamos a oír gritos desde abajo y a ver señales de linternas que parecían dirigirse hacia nosotros. Como anfiteatro sobre el que estábamos, podíamos escuchar perfectamente los llamamientos, alaridos mejor dicho, de un individuo que no cesaba de preguntarnos si estábamos bien al tiempo que, insistentemente, nos hacía señales de luz. Indudablemente requirió su atención nocturna un corto ir y venir de nuestras linternas frontales por un terreno que, como habitante de la zona y conocedor del lugar suponemos, consideraba intransitable. Quizás, también vino dada su alarma porque es raro el año que no se pierde algún pequeño grupo de excursionistas que les cae la niebla o se enriscan sin más capacidad que la de quedarse terroríficamente inmovilizados. Nos movíamos sobre un escenario muy distanciado de cualquier punto que pudiese considerarse la primera fila del patio de butacas de un teatro. Actuábamos con un fascinante decorado pétreo. Solos. Puede que con alguien más que un único individuo como público. Finalmente optamos por bajar el telón apagando la luz del escenario, nuestra luz, y dar por concluida esta tragicomedia.
Cuando estoy en ese extraordinario balcón sobre la ensenada del Ézaro y el río Xallas, el único de río de Europa que desemboca en directa e imponente cascada sobre el mar – eso cuando la hay – intento imaginar como puede verse una cordada sobre esta gran placa y la oportunidad de poder seguir, desde excepcional ubicación, cual espectador anónimo, sus movimientos hasta alcanzar la cima.
Realizo un ligero movimiento a mi izquierda para coger el móvil. Miro la hora en el reloj más moderno de bolsillo. Las cuatro y cuarto de la noche. Llamo susurrando a Andrés y no hallando respuesta tengo la certeza de saber que está durmiendo plácidamente.
Todos coinciden, es increíble la intimidad, el aislamiento y el anonimato que ofrece la frágil tela de una tienda de campaña. Podemos estar en cualquier lugar y siempre tendremos las mismas sensaciones.
T. Orde-Lees, miembro de la tripulación del Endurance en la célebre expedición de Sir Ernest Shackleton a la Antártida, lo explicaba muy bien en su diario en una de las aventuras más extraordinarias vividas por los grandes exploradores: “Las paredes de las tiendas son muy finas, más finas que este papel, y tienen orejas tanto por fuera como por dentro, y se oyen y escuchan muchos framentos de conversaciones que no deberían oirse”.
Nosotros a esa hora no teníamos ninguna conversación y menos aún, había más tiendas y oídos a nuestro lado.
…“una vez cerrada la cremallera y oculto a la vista del mundo exterior, desaparece todo sentido de ubicación. En Escocia, en los Alpes franceses, en el Karakorum, es siempre igual”… - escribía Joe Simpson en su novela Tocando el vacío.
Decido quedarme un rato afuera. Me siento con los pies colgando de la repisa. Donde llevo la mirada encuentro poesía. Tengo la sensación de que no puede existir nada malo.
Todo cuanto veo solo me transmite tranquilidad y me pregunto desde tan poca altura, que sucede ahí abajo? Que hace la gente? Pienso en las montañas y en todos los paisajes. La naturaleza es extraordinaria y aquí abajo en un rincón del mundo hemos descubierto y vivido muchas aventuras, sin duda más de las imaginables. Puede que seamos algo parecido a unos aventureros de andar por casa.
La naturaleza. Cuando se está tranquilo como ahora se recuerdan muchas cosas, se piensan muchas cosas.
El soldado Witt, un hombre que pondría la cabeza en la guillotina por cualquiera, se pregunta: “Por qué esta guerra en el corazón de la naturaleza? Por qué destruir tanta belleza?”. En las continuas y acertadas reflexiones que ofrece La delgada línea roja, toda la jerarquía militar coincide en el mismo pensamiento: “La guerra no ennoblece a los hombres. Los convierte en perros. Los envilece. Envenena sus almas”.
El malogrado alpinista británico George L. Mallory también vivió la triste experiencia en la Primera Gran Guerra y tuvo palabras para ella: … “Cuando recuerdo los hermosos jardines y las flores de la primavera en este hermoso país, la guerra me parece más que nunca algo inconcebible y monstruoso” (…) “Oh, ¡que tristeza!, exclamo a menudo cuando veo la muerte por todas partes, y la furia me invade cuando veo cadáveres sin enterrar”.
Años más tarde, la Segunda Gran Guerra.
…“Los muertos y los moribundos se apilan detrás de ellos. Se puede prácticamente atravesar la playa sin tocar el suelo de lo llena que está de cadáveres. La muerte está por todas partes y tiene múltiples rostros. Me pregunto si seré capaz de olvidar todo esto… ". Soldado Melvin B. Farell, Omaha beach, 6 de Junio de 1944.
La playa. Pocas cosas hay tan relajantes como contemplar el fuego de una hoguera o sucumbir al rítmico sonido del mar. Ayudado por la noche clara y las luces de las farolas, desde aquí arriba distingo las olas que suavemente mueren en la playa, rompiendo acompasadamente el silencio, dejando en su longitud líneas blancas de espuma al pie de la arena… las recorro con la mirada y en el romántico desaparecer de cada una, se dejan ver en esta cita los viejos amores y los amores que nunca se olvidan.
“Ya nadie sueña con pisar la luna”, ¿recuerdas? Siempre se muere con un inmortal amor – “Todo el inmortal amor que inunda mi alma está contigo” – escribió Ruth, la amada Ruth a Mallory en su último y fatídico intento de escalar la cima virgen del Everest.
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