lunes, 11 de octubre de 2010

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La luz artificial











Mi compañero de cordada dormitaba en su saco, había escalado muchas montañas a lo largo de su vida, y en dos de ellas abriendo más caminos verticales que ningún otro semejante, pero nunca había escalado tan próximo al Fin de la Tierra.
Me gustaría ver la tienda de cúpula plateada desde ahí abajo o, mejor aún, desde enfrente, al otro lado del río donde se ubica el acondicionado mirador que se haya situado a la misma altura a la que nos encontramos. La diferencia es que se llega cómodamente sin necesidad de esfuerzo alguno, a salvedad de pisar a fondo el acelerador de un motor que se resienta del paso del tiempo para superar, sobre el asfalto, el fuerte desnivel. Si en el transcurso de la tarde alguien se percató de nuestra presencia le habría llamado poderosamente la atención. A simple vista y sin ningún tipo de lente que pudiese acercar su visión, se preguntaría que diablos sería aquel punto que brillaba con reflejo metálico rompiendo el tono rosáceo que la luz del atardecer le otorga a esta piedra del Monte Pindo y, sobre todo, como podía estar instalado en aquella repisa sobre una zona que semeja inexpugnable. Incluso, lo que menos se le pasaría por el pensamiento en un primer instante es que fuese una sencilla tienda, aunque supongo que finalmente lograría acertar con tan simple artilugio.
Eso debió motivar que alguien fijase su mirada en nuestra primera y tardía función de un primer largo de cuerda que decidimos dejar abierto aprovechando la luz del cenit. Cerca de las once de la noche y dispuestos a atender nuestros estómagos, comenzamos a oír gritos desde abajo y a ver señales de linternas que parecían dirigirse hacia nosotros. Como anfiteatro sobre el que estábamos, podíamos escuchar perfectamente los llamamientos, alaridos mejor dicho, de un individuo que no cesaba de preguntarnos si estábamos bien al tiempo que, insistentemente, nos hacía señales de luz. Indudablemente requirió su atención nocturna un corto ir y venir de nuestras linternas frontales por un terreno que, como habitante de la zona y conocedor del lugar suponemos, consideraba intransitable. Quizás, también vino dada su alarma porque es raro el año que no se pierde algún pequeño grupo de excursionistas que les cae la niebla o se enriscan sin más capacidad que la de quedarse terroríficamente inmovilizados. Nos movíamos sobre un escenario muy distanciado de cualquier punto que pudiese considerarse la primera fila del patio de butacas de un teatro. Actuábamos con un fascinante decorado pétreo. Solos. Puede que con alguien más que un único individuo como público. Finalmente optamos por bajar el telón apagando la luz del escenario, nuestra luz, y dar por concluida esta tragicomedia.
Cuando estoy en ese extraordinario balcón sobre la ensenada del Ézaro y el río Xallas, el único de río de Europa que desemboca en directa e imponente cascada sobre el mar – eso cuando la hay – intento imaginar como puede verse una cordada sobre esta gran placa y la oportunidad de poder seguir, desde excepcional ubicación, cual espectador anónimo, sus movimientos hasta alcanzar la cima.

Cargar peso en exceso convierte la aproximación hasta la base de la pared en algo muy sufrido, pero si ese peso es en comida que va a convertir la cena en algo lujoso bien merece la pena el esfuerzo. Como pareja de escaladores era la primera noche que pasábamos juntos. Acurrucados uno al lado del otro. Por lo que a mí respecta estoy contento, no ha dado ni un ronquido y apenas cambia de postura, lo que también evita hacer ruido y espabilar un sueño ligero. Todo lo contrario a lo que ocurriría en las siguientes ocasiones y distintos lugares en los que decidimos tumbar nuestros cuerpos para dormir. Sin siquiera oírlo respirar, me despierto aguantando las ganas fisiológicas de expulsar líquido. Me incorporo levemente. Permanezco un rato con el cuerpo completamente estirado y apoyado sobre los codos. Desde el interior alcanzo una escasa visión hacia afuera a través de la tela mosquitera. Esa tarde habíamos tenido un insufrible encuentro con ese molesto insecto y una enorme pandilla de amigos mientras abríamos ese primer largo a una nueva vía. Hacíamos verdaderos equilibrios en la escalada mientras nos atacaban por todos lados, penetrando por los orificios del casco y pinchando por encima de la malla y la camiseta. Utilizamos hasta el martillo para defendernos y aplastar a un minúsculo enemigo. El resultado fue catastrófico para nosotros, teníamos bultos por todo el cuerpo y sobre todo por la espalda. Literalmente estábamos acribillados.
Realizo un ligero movimiento a mi izquierda para coger el móvil. Miro la hora en el reloj más moderno de bolsillo. Las cuatro y cuarto de la noche. Llamo susurrando a Andrés y no hallando respuesta tengo la certeza de saber que está durmiendo plácidamente.

Todos coinciden, es increíble la intimidad, el aislamiento y el anonimato que ofrece la frágil tela de una tienda de campaña. Podemos estar en cualquier lugar y siempre tendremos las mismas sensaciones.
T. Orde-Lees, miembro de la tripulación del Endurance en la célebre expedición de Sir Ernest Shackleton a la Antártida, lo explicaba muy bien en su diario en una de las aventuras más extraordinarias vividas por los grandes exploradores: “Las paredes de las tiendas son muy finas, más finas que este papel, y tienen orejas tanto por fuera como por dentro, y se oyen y escuchan muchos framentos de conversaciones que no deberían oirse”.


Nosotros a esa hora no teníamos ninguna conversación y menos aún, había más tiendas y oídos a nuestro lado.

…“una vez cerrada la cremallera y oculto a la vista del mundo exterior, desaparece todo sentido de ubicación. En Escocia, en los Alpes franceses, en el Karakorum, es siempre igual”… - escribía Joe Simpson en su novela Tocando el vacío.

Lentamente abandono el saco de dormir. Andrés continúa en su sueño, procuro no hacer demasiado ruido, abro la puerta muy despacio, siguiendo con la mirada el recorrido semicircular de la cremallera, apoyo mis manos en el exterior y como animal que sale de su madriguera doy un primer vistazo a uno y otro lado. Olfateo el exterior. Huele a roca, a río y océano. Huele a vida. La noche es muy clara y la temperatura muy agradable después de un caluroso día. En estos instantes sólo se escuchan sonidos que la propia naturaleza emite y nadie, absolutamente nadie, molesta e interrumpe ese momento tranquilo y especial que estás viviendo. Sin duda eso tiene que ser algo parecido a respirar mucha calma. La necesidad fisiológica apura y es prioritaria. Me acerco hasta el borde de la repisa en absurda y desafiante actitud. El chorrito cae verticalmente desde una altura de veinte metros. Ni los hilos de agua que escapan del embalse de Santa Uxía, recorriendo los ochenta metros de la cascada final del río Xallas dejando un leve rugido en su brava caída, me parecen tan colosales. Surge una sonrisilla.
Decido quedarme un rato afuera. Me siento con los pies colgando de la repisa. Donde llevo la mirada encuentro poesía. Tengo la sensación de que no puede existir nada malo.
Todo cuanto veo solo me transmite tranquilidad y me pregunto desde tan poca altura, que sucede ahí abajo? Que hace la gente? Pienso en las montañas y en todos los paisajes. La naturaleza es extraordinaria y aquí abajo en un rincón del mundo hemos descubierto y vivido muchas aventuras, sin duda más de las imaginables. Puede que seamos algo parecido a unos aventureros de andar por casa.
La naturaleza. Cuando se está tranquilo como ahora se recuerdan muchas cosas, se piensan muchas cosas.

El soldado Witt, un hombre que pondría la cabeza en la guillotina por cualquiera, se pregunta: “Por qué esta guerra en el corazón de la naturaleza? Por qué destruir tanta belleza?”. En las continuas y acertadas reflexiones que ofrece La delgada línea roja, toda la jerarquía militar coincide en el mismo pensamiento: “La guerra no ennoblece a los hombres. Los convierte en perros. Los envilece. Envenena sus almas”.

El malogrado alpinista británico George L. Mallory también vivió la triste experiencia en la Primera Gran Guerra y tuvo palabras para ella: … “Cuando recuerdo los hermosos jardines y las flores de la primavera en este hermoso país, la guerra me parece más que nunca algo inconcebible y monstruoso” (…) “Oh, ¡que tristeza!, exclamo a menudo cuando veo la muerte por todas partes, y la furia me invade cuando veo cadáveres sin enterrar”.

Años más tarde, la Segunda Gran Guerra.

…“Los muertos y los moribundos se apilan detrás de ellos. Se puede prácticamente atravesar la playa sin tocar el suelo de lo llena que está de cadáveres. La muerte está por todas partes y tiene múltiples rostros. Me pregunto si seré capaz de olvidar todo esto… ". Soldado Melvin B. Farell, Omaha beach, 6 de Junio de 1944.




La playa. Pocas cosas hay tan relajantes como contemplar el fuego de una hoguera o sucumbir al rítmico sonido del mar. Ayudado por la noche clara y las luces de las farolas, desde aquí arriba distingo las olas que suavemente mueren en la playa, rompiendo acompasadamente el silencio, dejando en su longitud líneas blancas de espuma al pie de la arena… las recorro con la mirada y en el romántico desaparecer de cada una, se dejan ver en esta cita los viejos amores y los amores que nunca se olvidan.




“Ya nadie sueña con pisar la luna”, ¿recuerdas? Siempre se muere con un inmortal amor – “Todo el inmortal amor que inunda mi alma está contigo” – escribió Ruth, la amada Ruth a Mallory en su último y fatídico intento de escalar la cima virgen del Everest.


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