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El peregrino
Marc me dijo que era de Avignon, que vivía allí con su mujer y sus hijos. Nunca me perdonaré no haber intercambiado nuestras direcciones ni teléfonos. Me despedía de todo el grupo con el que había cenado la última noche, éramos un poquito de cada lado. La mañana despertó alegre y el sol ayudaba a que la gente esbozase una sonrisa veraniega en sus caras. Ellos se quedaban un día más para admirar desde el cabo el espectáculo de la puesta de sol. De Marc me despedí el último en la terraza balconada de aquella vieja cafetería, con hierros oxidados en su balaustre. La salitre está metida en cada rincón de un pueblo marinero y nada puede esconderse de ella. A veces hasta una buena historia, si nadie la mantiene, puede acabar corroída e irrecuperable con el tiempo. Nos dimos la mano, nos deseamos suerte y nos abrazamos.
Mientras caminaba hacia el autobús que me acercaría a casa no puede evitar volver la mirada atrás en varias ocasiones. Dejo la mochila en la bodega y subo a ocupar mi asiento. Ruge el motor. El vehículo se pone en marcha y desde la ventana veo a Marc que ha bajado al asfalto para dedicarme, alzando los brazos, el último adiós. Nuestros ojos reflejaban tontamente la pregunta por qué diablos no nos habíamos dado nuestras direcciones de correo después de tres días de extraordinaria convivencia y camino.
El peregrino
Marc me dijo que era de Avignon, que vivía allí con su mujer y sus hijos. Nunca me perdonaré no haber intercambiado nuestras direcciones ni teléfonos. Me despedía de todo el grupo con el que había cenado la última noche, éramos un poquito de cada lado. La mañana despertó alegre y el sol ayudaba a que la gente esbozase una sonrisa veraniega en sus caras. Ellos se quedaban un día más para admirar desde el cabo el espectáculo de la puesta de sol. De Marc me despedí el último en la terraza balconada de aquella vieja cafetería, con hierros oxidados en su balaustre. La salitre está metida en cada rincón de un pueblo marinero y nada puede esconderse de ella. A veces hasta una buena historia, si nadie la mantiene, puede acabar corroída e irrecuperable con el tiempo. Nos dimos la mano, nos deseamos suerte y nos abrazamos.
Mientras caminaba hacia el autobús que me acercaría a casa no puede evitar volver la mirada atrás en varias ocasiones. Dejo la mochila en la bodega y subo a ocupar mi asiento. Ruge el motor. El vehículo se pone en marcha y desde la ventana veo a Marc que ha bajado al asfalto para dedicarme, alzando los brazos, el último adiós. Nuestros ojos reflejaban tontamente la pregunta por qué diablos no nos habíamos dado nuestras direcciones de correo después de tres días de extraordinaria convivencia y camino.
Finisterre o Fisterra. Me inclino por el primer topónimo sin ánimo de castellanizar nada, meu Deus! No soy lingüista pero me acerca más a la designación primigenia del latín por mucho que las variaciones fonéticas digan que la segunda opción es la correcta. De la misma manera que se me hace ridículo Mugía o Arteijo o Sanjenjo o Puebla o yo que coño sé. Fuera de toda discusión académica, para mí podría significar una visita más a un pueblo cercano. La diferencia radicaba en llevar la condición de peregrino, pernoctar en el albergue y liberarse con una ducha de los sudores de la última etapa si uno no continua hasta Muxía como manda la tradición. En el trajín humano del edificio ves en las almas la felicidad de la promesa religiosa hecha, o tal vez nada más que el camino cumplido y la proximidad al final de una huída temporal de la vida cotidiana. En esos tres días se conoce a mucha gente y la hora posterior a la cena suele ser el mejor momento para entablar conversaciones e intercambiar experiencias.
Aquella noche en el albergue del Fin de la tierra se formó un pequeño grupo. Una estudiante suiza, un joven catalán de melena rizosa y vendedor de pollos vivos. Ambos muy alegres. Un joven y un señor de unos sesenta y cinco años de nacionalidad alemana, sin parentesco alguno entre ellos y de carácter reservado. Otro peregrino canadiense alto, muy alto, aproximadamente de la misma edad y cabello canoso igual que el anterior. Cerrando el círculo de peregrinos Marc y yo.
Aquella noche en el albergue del Fin de la tierra se formó un pequeño grupo. Una estudiante suiza, un joven catalán de melena rizosa y vendedor de pollos vivos. Ambos muy alegres. Un joven y un señor de unos sesenta y cinco años de nacionalidad alemana, sin parentesco alguno entre ellos y de carácter reservado. Otro peregrino canadiense alto, muy alto, aproximadamente de la misma edad y cabello canoso igual que el anterior. Cerrando el círculo de peregrinos Marc y yo.
Mientras el Ara Solis se contempla desde el cabo, nosotros nos movemos juntos, en la penumbra, por un laberinto de calles que proporcionan estos pueblos apiñados de la costa. Charlando, sin que nadie pareciese extrañar a nadie, como si todos los fines de semana nos viésemos para hacer lo mismo. Buscando un restaurante recomendado para celebrar una cena organizada a última hora.
OS TRES GOLPES
La planta baja estaba ocupada por el bar, un habitáculo pequeño y tres clientes que parecían formar parte de la fauna incondicional del local. Con viejas paredes sobre las cuales colgaban y siguen colgando pasados los años, un par de buenas fotografías. Testimonios impresos del naufragio del buque Casón que despertó a la población la madrugada del 5 de diciembre de 1987 y ejemplo visual estático para quien dudase del poder salvaje de la Costa da Morte.
El mar es como un glaciar. Puede devolver las víctimas de una tragedia, dejándolas en las rocas o en las arenas de las playas o puede callarlas y quedarse con ellas para siempre.
Por unas estrechas escaleras se accedía al piso superior donde se ubica el comedor. Todos dirigimos la mirada, siguiendo el recorrido de un corto y también estrecho pasillo, hacia la cocina y a dos cocineras que asomaban descaradamente para, quizás, catalogar que clase de personas, personajes o personajillos iban a degustar, sin una duda razonable, su buen hacer entre fogones. En la cena por supuesto no faltó el marisco y el vino, rico, siempre rico. A pesar de la diversidad de idiomas mantuvimos una cena animada en conversación, unos haciendo de intérpretes de otros, sabiendo un poquito de la vida de todos, trasladando esa coexistencia nocturna, de nuevo perdida en callejones, hasta el último bar que quedaba abierto.
Marc y yo nos conocimos en la aldea de Trasmonte a finales de Junio del 2002. Me encontraba estático, centrado en una fotografía sobre el paisaje que iba abriendo a la vista mi Negreira. En un momento instintivo me di la vuelta sintiendo que alguien se acercaba, lo esperé, consideraba absurdo caminar muy cerca de otra persona que llevaba el mismo cometido. Quizá lo normal entre peregrinos es saludarse y hacer un poco de tiempo para dejarse distanciar uno del otro y no interrumpir la soledad que muchos buscan en esta senda espiritual. Me saludó con acento francés, por mi parte – il n`y a pas de problème, moi je parle français. Nos presentamos, nos tanteamos y a las tres de la tarde le indiqué que estábamos a cuatro kilómetros del albergue y que el bucólico paraje de Puente Maceira era un lugar idóneo para echarle algo al estómago. Y así fue. El Puente Maceira es conocido como A Ponte Vella, construido en el siglo XIII y que sigue resistiendo inamovible los embates de la naturaleza. En 1904 unos obreros colocaban puntales de madera para levantar otro puente río Tambre abajo; entonces se le conoció como “A Ponte Nova”. Lógico no? A principios de este siglo, las nuevas vías de comunicación que atraviesan el Val de Barcala para unir la capital gallega con la Costa da Morte requirieron de otra nueva construcción y eso llevó a preguntarme si la gente acabaría por denominarla “A Ponte máis Nova”, aunque finalmente en una señal de color marrón se puede leer “Viaducto del Tambre”.
Marc llevaba tres meses fuera de casa, haciendo kilómetros a pie con una mochila, dos pares de botas, dos pares de calcetines, dos calzoncillos, dos camisetas, dos pantalones desmontables, un forro polar y un buen impermeable. Ah y una tarjeta de crédito.
En Negreira está el albergue de la primera etapa del camino de Santiago a Fisterra. Andy fue el primer hospitalero del albergue. Se sorprendió mucho al verme de peregrino y no se le ocurrió otra cosa que preguntarme que hacía allí, que me fuese a mi casa a dormir. Era el primer peregrino del concello que pernoctaba en el albergue, considerándolo suficientemente importante como para sacarlo en la prensa.
Andy, es uno de esos personajes que pertenecen a la vida de los pueblos donde todos nos conocemos. Desde pequeño siempre le gustó el mundo animal y en su agitado interior, vivía un alma de biólogo. Lo normal era verlo cazando ranas para diseccionarlas colgadas del tendal de la ropa. Mi primo Fernando y Toño, que nos criamos juntos, también quisieron realizar su propio experimento. Destriparon una rana con una punta. Decir que estaba oxidada es lo de menos. Examinado el anfibio cerraron su abdomen con aguja e hilo de costura, volviendo a depositarlo en su hábitat y concluyendo en su estudio que sobrevivió dos días.
Marc y yo hablamos de muchas cosas. Trabajaba como químico o biólogo, o las dos cosas a la vez, para una marca cosmética y viajaba por medio o por el mundo entero en busca de algas o cualquier cosa que pudiese servir para fabricar una crema anti envejecimiento. Sí, creo que fue eso lo que me dijo que hacía. Ahora había caminado hasta el fin de la tierra, en busca del Ara Solis. Necesitaba rejuvenecer el espíritu.
Yo, me venía de vuelta a casa a cambiar la mochila de peregrino por la de escalador en Picos de Europa.
"Somos (...) peregrinos que a lo largo de caminos diversos penamos con destino a la misma cita".
A. de Saint-Exupéry
El peregrinaje me trajo definitivamente a esta zona tan llena de vida, cuando accedí como bombero al parque comarcal de Costa da Morte.
Camilo José Cela se vio envuelto en la polémica con Madera de boj y yo no soy quién de opinar nada al respecto, pero creo que se perdió no haber conocido a Gerardo Estévez, que no es el mismo que fue alcalde de Santiago. Gerardo Estévez, Gerardiño dio siete veces la vuelta al mundo. Me contó que es de Muros pero que se vino a vivir a Cee cuando se casó. Gerardo trabaja en Protección Civil. Es impulsivo, “arroutado” y sin tabúes a la hora de contar su vida. Explica con orgullo que hace muchos años anduvo embarcado y cogió ladillas en las putas y tener ladillas en un barco no es de agrado para el resto de la tripulación. Le recomendaron que se bañara en gas – oil y así lo hizo, pero el hedor que desprendía a hidrocarburo era tan insoportable que lo tuvieron durmiendo una marea entera a él solo en un pequeño espacio habilitado en proa. Gerardo es un hombre cargado de experiencias. No hace mucho vinieron a buscarlo unos compañeros de trabajo cuando estaba pescando en su rato libre en el muelle de Brens. Reclamaban su ayuda porque unas prostitutas de A Anchoa – la recta donde está la playa A Langosteira – se habían dejado las llaves dentro del piso. La maniobra no le llevó más que unos segundos pero acababan de interrumpir su tarde y eso ni el desplazamiento oportuno hasta el lugar no entraban en su jornada laboral.
- Son veinte euros – les espetó.
- No puedes cobrarnos tanto por este trabajo en tan poco tiempo – contestaron las chicas.
A Gerardiño hay cosas que le ofenden y eso le ofendió.
- Si vosotras cobráis cincuenta euros yo cobro veinte y tengo que venir desde Cee.
Ellas insistieron en su regateo y a Gerardiño no se le puede discutir su labor, así que les volvió a cerrar la puerta delante de sus narices, maldiciendo con más blasfemias que las que el propio Hergé no puso en boca del capitán Haddock. Tuvieron que ir a buscarlo de nuevo al muelle de Brens donde había dejado su caña y con insistencia y de mil por favores accedió a ir de nuevo, eso sí, cobrando por adelantado.
- Son veinte euros – les espetó.
- No puedes cobrarnos tanto por este trabajo en tan poco tiempo – contestaron las chicas.
A Gerardiño hay cosas que le ofenden y eso le ofendió.
- Si vosotras cobráis cincuenta euros yo cobro veinte y tengo que venir desde Cee.
Ellas insistieron en su regateo y a Gerardiño no se le puede discutir su labor, así que les volvió a cerrar la puerta delante de sus narices, maldiciendo con más blasfemias que las que el propio Hergé no puso en boca del capitán Haddock. Tuvieron que ir a buscarlo de nuevo al muelle de Brens donde había dejado su caña y con insistencia y de mil por favores accedió a ir de nuevo, eso sí, cobrando por adelantado.
Mi primer encuentro con Gerardo fue en un día de trabajo, cuando Cee se vio anegado después de los incendios forestales del 2006. Yo estaba con el agua por las rodillas porque ya había bajado considerablemente, buscando las tapas de alcantarilla con una pata de cabra para aliviar el nivel. Hacía mí vino un tipo de barba y cara de pocos amigos, formando ola, provocada por su desplazamiento enérgico en la plaza inundada como un remolcador por la ría.
- Estuve achicando agua en la iglesia – refiriéndose a la parroquial de la Virxen da Xunqueira, que está en el Relleno, que es así como se le conoce a la zona que se le ha ganado al mar. Tenía todo achicado y no me viene el cura a decirme que no le podía dejar aquello así, lleno de lodo, que quien iba a limpiar.
A Gerardiño Estevez, que no es el mismo que el que fue alcalde de Santiago, no se le puede replicar porque puede tener una mala respuesta aún siendo un párroco, a mí me explicó que su contestación fue que la limpiaran él y las catequistas.
Comentando esto entre mis compañeros me contó Ángel, que es de Rianxo y que ahora ejerce la profesión en Pontevedra, que allí está un tal Matías, superando con creces los setenta años y bebiendo producto de la tierra, Ribeiro. Entre risas explicaba que un día viniendo de la fiesta de Dimo se lo encontraron con la cabeza metida en una riega y todos se apresuraron a socorrerlo. En una situación de este tipo, cuando se le encuentra la respiración a la víctima, siempre se pregunta lo mismo.
- ¡Matías! ¿Estás bien?
- ¡Siii! – respondió con voz ronca. Estoy esperando a ver si pasa un submarino que me lleve a casa.
- Estuve achicando agua en la iglesia – refiriéndose a la parroquial de la Virxen da Xunqueira, que está en el Relleno, que es así como se le conoce a la zona que se le ha ganado al mar. Tenía todo achicado y no me viene el cura a decirme que no le podía dejar aquello así, lleno de lodo, que quien iba a limpiar.
A Gerardiño Estevez, que no es el mismo que el que fue alcalde de Santiago, no se le puede replicar porque puede tener una mala respuesta aún siendo un párroco, a mí me explicó que su contestación fue que la limpiaran él y las catequistas.
Comentando esto entre mis compañeros me contó Ángel, que es de Rianxo y que ahora ejerce la profesión en Pontevedra, que allí está un tal Matías, superando con creces los setenta años y bebiendo producto de la tierra, Ribeiro. Entre risas explicaba que un día viniendo de la fiesta de Dimo se lo encontraron con la cabeza metida en una riega y todos se apresuraron a socorrerlo. En una situación de este tipo, cuando se le encuentra la respiración a la víctima, siempre se pregunta lo mismo.
- ¡Matías! ¿Estás bien?
- ¡Siii! – respondió con voz ronca. Estoy esperando a ver si pasa un submarino que me lleve a casa.
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