domingo, 24 de octubre de 2010

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La carretera




Los amaneceres son tan bellos como las puestas de sol. Desde los inicios del otoño hasta finales de la primavera Negreira despierta encerrada en un vapor helado que entregan los ríos y regatos que configuran el Val de Barcala. Dirigirse hasta el Monte Pindo por la carretera de A Pena es un paseo que te eleva mansamente por encima de los valles, de los cursos fluviales que beben de las lluvias que dan vida a extensas praderas mezcladas con los bosques. Adentrarse en el macizo es descubrir esas formaciones monstruosas y semi humanas que parecen cobrar vida por momentos. Su arteria principal, el río Xallas, es un espectáculo de erosión y un codiciado terreno de juego para el descenso de barrancos.

Quiero llevarles a un sitio lejano. Puedo hacerlo, es muy fácil, si quieren claro. Está en Australia, en mitad de la nada. Su altitud es de 863 m.s.n.m., con unas dimensiones de 348 m de altura, 9 km de contorno y se calcula que con unos 2,5 km bajo tierra. Los aborígenes la conocen como Uluru y para ellos es un lugar sagrado.

En 1873, William Gosse iba de Alice Springs a Perth en una expedición financiada por el gobierno para intentar encontrar un camino hacia el oeste cuando descubrió la roca. La bautizó con el nombre de Henry Ayers, que en aquellos años era el gobernador de Australia del Sur. Hoy en día se le conoce como Ayers Rock. Gosse fue el primer europeo que vio el Uluru: Esta roca es el fenómeno natural más maravilloso que haya visto jamás. ¡Que gran espectáculo tiene que ser la estación húmeda, con cascadas por todas partes!


Alan Breaden, un pastor evangélico, fue uno de los primeros exploradores de Uluru. Su impresión al encontrarse con la roca en 1897 quedó reflejada en su libro “A tramp – Royal in Wild Australia”: …“Alzándose en medio del desierto, con las paredes erosionadas por el viento y el agua hasta una altura de mil cien pies, parecía nublar mi mente con su presencia. Y, no obstante, no podía apartar mi mirada(…) me sentía como un ser insignificante. Me parecía estar ante una trampa de la naturaleza, puesta allá en medio para hacer de centinela de todos los desiertos que se extendían más allá”.

Arthur Croome, otro explorador que se encontró con el Uluru en 1948, la consideró como una roca llena de vida y energía. "Me aparté del campamento y contemplé cómo con la puesta del sol Ayers Rock se transformaba en un rojo intenso. Las grietas y los agujeros, las cuevas y los aleros y las líneas ennegrecidas de los cursos de agua destacaban en la oscuridad con un rayo de luz. Después subí a una pequeña colina y vi como el sol se ponía en medio de un arco carmesí contra la oscura silueta de las Olgas".
Las Olgas
son un grupo de formaciones rocosas situadas en la zona meridional del Territorio del Norte, a 25 km de Ayers Rock y con 1066 m.s.n.m en su cumbre más elevada.
De estos exploradores da cuenta un periodista y escritor Barcelonés, Xavier Moret, que ha exteriorizado la experiencia de recorrer medio mundo como reportero de televisión en diversos libros de viajes. Entre ellos “Boomerang, viaje al corazón de Australia”.


Moret por supuesto que tuvo sus propias palabras: "Me acerqué a contemplar la puesta de sol desde muy cerca de la roca. Las sombras del atardecer hacían que el Uluru, erosionado por el viento y la lluvia, redondeado por el paso de los años, mostrara la increíble variedad de sus formas curvas y sus continuos cambios de color. Lo rodeé sin apearme del coche, lentamente, maravillado por los detalles que me iba revelando aquel misterioso monolito: cuevas, barrancos, caminos abiertos por el agua, grietas, agujeros que hacían pensar en figuras caprichosas: animales paralizados en plena carrera, personas en actitudes extrañas, calaveras risueñas…
El Uluru es, sin duda un lugar lleno de fuerza y de energía, de una fuerza que no se puede llegar a comprender pero que está allí, en medio del desierto, ejerciendo de corazón enigmático de Australia".

Realmente, cuando leí todo esto no pude evitar encontrar en sus descripciones un lugar cercano e igual de extraño. Es en sí, el mismo cuadro con el que tantas veces se ha descrito el mundo pétreo del Monte Pindo. Sin un desierto y una llanura que lo rodea pero con la inmensidad de un océano a sus pies. Un pequeño macizo montañoso que rompe con la monotonía del paisaje y que enseguida capta la atención de los sentidos. Entre ellos el de la escalada.



































Bajé con el recuerdo hasta un rincón que veía, como escalador abstraído en la noche, a vista de pájaro. Tenía seis años cuando mis padres me llevaron una tarde de verano hasta un lugar apartado y profundo. Había gente que estaba descuartizando lo que para mi temprana edad significó un enorme pez. Había mucha sangre que llegaba hasta el mar por una rampa y un olor horroroso al que no estaba acostumbrado.



VEINTE AÑOS DESPUÉS

La vía de escalada Dile al sol ya había sido publicada. Veinte años después bajé una empinada cuesta en mi propio coche. Quería encontrarme con aquellos momentos de la infancia y una mujer.
Tenía la advertencia que Fina era una señora de carácter. La primera visión que tuve de ella fue desde el coche, circulando muy despacio. Estaba colgando la ropa en un tendal que no está a más de tres pasos desde la puerta de su casa, cruzando la estrecha carretera. Se apartó para dejar el camino libre. Hay varias casas pequeñas, algunas de ellas restauradas y que durante la época estival recobran vida.
Fina nació en Gures, con doce años se trasladó a escasamente dos kilómetros y vivir para siempre al lado de una ballenera que, en 1927, supuso una transformación en el paisaje.
Trabajó allí desde los dieciocho años. Donde llegó a haber cien operarios ya no hay nadie, sólo naves y terrenos abandonados.
Saludamos a Fina. Fui con tres compañeros de trabajo. Uno de ellos y conocido de la mujer, hizo la labor de relaciones públicas presentándonos y explicándole mi curiosidad por aquel lugar. Lo primero fueron los besos de cortesía y enseguida me arponeó:
- ¿Qué quieres saber?
- Fina, quería, por favor, que me hablase del último barco ballenero español que trabajó con base aquí.
- Pues estuvo el IBSA III – respondió sencillamente.

Originariamente el buque se llamaba STAR III, construido en un astillero noruego en 1951 y comprado en Agosto de 1978 por la empresa que se ubicó con base en Cee, rebautizándolo como IBSA III. En Abril de 1980 mientras permanecía atracado en el puerto de Marín (Pontevedra), el IBSA III sufrió un atentado por un grupo de desconocidos que fijó a su casco una mina submarina. El barco se hundió pero sus propietarios decidieron reflotarlo y mantenerlo operativo hasta 1982, año en el que entró en vigor la moratoria para la caza de ballenas. Disponía de un cañón arponero fabricado también en Noruega en 1947, utilizando varios tipos de arpones de cabeza explosiva con una distancia de tiro de veinticinco metros.

KONSBERG
VAPENFABRIKK
1947
Nº 542
POL. VII.

- Desde aquí salió para “La casa de los peces” de A Coruña su arpón. Recuerda eso Fina? – pregunté.
- Sé que lo llevaron para allí pero no puedo decirte mucho más – contestó.
Hablamos de las ballenas. Nos contó que siendo niña un día fueron todos corriendo al fondeadero porque allí se encontraba una azul. Fina hablaba aquella tarde, a sus sesenta y ocho años, con el reflejo en sus ojos del enorme mamífero muerto sobre las aguas, despedazado sobre el elemento líquido ante la imposibilidad de subirlo por la rampa.
- Tenía treinta y tres metros, jamás en mi vida vi algo igual.
- Pero, realmente, que quieres que te cuente? – insistió.
- Si pudiese recordar como fueron los últimos momentos de este lugar, el cierre de la ballenera, como fue su último día.
- El último día se cerró y todos se fueron para su casa.
Eché un vistazo alrededor mientras los demás preguntaban sus curiosidades. Observé las naves de la factoría, la rampa que surgía del fondeadero hasta la entrada de las mismas, los depósitos para almacenar el aceite, la vegetación que invadía algunas zonas, las laderas de un monte de bloques de granito, algunas nubes blancas que pintaban el cielo.
- Hay una vasija de barro en Cee, y lo mínimo que se debía era haberle puesto una placa “Recuerdo de Caneliñas”, porque de aquí salió – comenta Fina con cierto enfado.
- Cómo fue eso Fina? – pregunté.
- Quisieron probar con unas vasijas echas de barro pero el aceite se filtraba y se perdía.
Esa vasija ya no se encuentra en su ubicación original.
Fina se casó a los veintiún años. Su marido trabajó siempre en el mar, hasta que a los treinta y dos años un cáncer de estómago lo dejó definitivamente en tierra. Viuda y con dos hijos, los crió en contacto con aquella naturaleza extrema de vida y muerte, en una pequeña casa que heredó de su padre, la misma en la que sigue viviendo. Desde aquel rincón se fue un día en taxi hasta el aeropuerto de Lavacolla, animada por una hermana que estaba trabajando en Inglaterra, dejándose llevar por la seducción de cambiar su vida. Se iba a Londres para trabajar de camarera. Fina contó que sus hijos lloraban y que ella se iba muy triste. En el aeropuerto de Londres les esperaba el dueño del restaurante con los contratos listos para firmar y así poder quedarse en el país con el permiso de trabajo.
Fina me extendió sus manos, como supongo hizo aquel mismo día ante un desconocido que así se lo pedía. Sus manos curtidas por el sol, el frío y el agua salada delataban que era imposible que atesorase experiencia alguna como camarera. Se sintió perdida y el mismo día decidió regresar.
- Cuando llegué – cuenta – bajaba hacia la casa de mi otra hermana con quien dejé a mis dos hijos. Me los encontré sentados sobre una piedra, llorando por mí; entonces comprendí que jamás me separaría de ellos – explicó.


La tarde había caído. El sol ya no se reflejaba sobre las aguas del fondeadero y era la penumbra la que se adueñaba de aquel espacio, dejando un paraje asfixiado en una cierta tristeza. Sentíamos que caía el relente aunque una prenda de abrigo cubría nuestro cuerpo. Ella tapaba su piel con un sencillo mandilón que dejaba toda la longitud de sus brazos al descubierto. Estábamos inmóviles, escuchándola. Nos acompañó hasta el arenal, donde teníamos el coche. En el trayecto Fina me emplazó a que la visitase un día, que contar su vida y la de todo aquello no podía hacerse en una hora y al mismo tiempo nos reprochó entre bromas y risas, que con nuestra visita no le habíamos dejado trabajar en el huerto.
- ¿Pero tú que quieres que te cuente? – volvió a insistir.
- Fina, realmente vine curioseando, buscando un niño de seis años que pasó por aquí hace mucho tiempo. Tal vez con la idea de robar un buen relato, además, estoy seguro que entre tanta gente hubo alguna buena historia.
- Yo tengo una buena historia – dijo mirándome.
Fina recogió un burro, le regaló besos, caricias y palabras. Pastaba entre el arenal de Caneliñas y las viejas naves de la factoría.
- Hace frío – dijo la mujer.


Nuestro país ya no caza ballenas desde 1985. La Comisión Ballenera Internacional, en la que se integró España, decidió poner cuotas a la captura de este animal para evitar su desaparición. En el año 1980 se le concedió una moratoria de cinco años para la caza. El cupo de animales que podían capturar descendió y se sitúo en poco más de cien por campaña, que se desarrollaba entre mayo y noviembre, teniendo en cuenta el dato aportado por Julio Arias, que fue directivo de la empresa desde 1960, se cazaban una media de entre 160 y 180 cachalotes y ballenas anuales. La empresa entró en crisis por lo que presentó un expediente de regularización de empleo y el cierre definitivo de la ballenera llegó en 1985.
En la actualidad y bajo la denominación de caza científica y comercial, se capturan unos 1500 ejemplares del mamífero más grande y espectacular del planeta. Países como Japón, Islandia y Noruega hacen caso omiso a la moratoria

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