domingo, 24 de octubre de 2010

- 3 -
La carretera




Los amaneceres son tan bellos como las puestas de sol. Desde los inicios del otoño hasta finales de la primavera Negreira despierta encerrada en un vapor helado que entregan los ríos y regatos que configuran el Val de Barcala. Dirigirse hasta el Monte Pindo por la carretera de A Pena es un paseo que te eleva mansamente por encima de los valles, de los cursos fluviales que beben de las lluvias que dan vida a extensas praderas mezcladas con los bosques. Adentrarse en el macizo es descubrir esas formaciones monstruosas y semi humanas que parecen cobrar vida por momentos. Su arteria principal, el río Xallas, es un espectáculo de erosión y un codiciado terreno de juego para el descenso de barrancos.

Quiero llevarles a un sitio lejano. Puedo hacerlo, es muy fácil, si quieren claro. Está en Australia, en mitad de la nada. Su altitud es de 863 m.s.n.m., con unas dimensiones de 348 m de altura, 9 km de contorno y se calcula que con unos 2,5 km bajo tierra. Los aborígenes la conocen como Uluru y para ellos es un lugar sagrado.

En 1873, William Gosse iba de Alice Springs a Perth en una expedición financiada por el gobierno para intentar encontrar un camino hacia el oeste cuando descubrió la roca. La bautizó con el nombre de Henry Ayers, que en aquellos años era el gobernador de Australia del Sur. Hoy en día se le conoce como Ayers Rock. Gosse fue el primer europeo que vio el Uluru: Esta roca es el fenómeno natural más maravilloso que haya visto jamás. ¡Que gran espectáculo tiene que ser la estación húmeda, con cascadas por todas partes!


Alan Breaden, un pastor evangélico, fue uno de los primeros exploradores de Uluru. Su impresión al encontrarse con la roca en 1897 quedó reflejada en su libro “A tramp – Royal in Wild Australia”: …“Alzándose en medio del desierto, con las paredes erosionadas por el viento y el agua hasta una altura de mil cien pies, parecía nublar mi mente con su presencia. Y, no obstante, no podía apartar mi mirada(…) me sentía como un ser insignificante. Me parecía estar ante una trampa de la naturaleza, puesta allá en medio para hacer de centinela de todos los desiertos que se extendían más allá”.

Arthur Croome, otro explorador que se encontró con el Uluru en 1948, la consideró como una roca llena de vida y energía. "Me aparté del campamento y contemplé cómo con la puesta del sol Ayers Rock se transformaba en un rojo intenso. Las grietas y los agujeros, las cuevas y los aleros y las líneas ennegrecidas de los cursos de agua destacaban en la oscuridad con un rayo de luz. Después subí a una pequeña colina y vi como el sol se ponía en medio de un arco carmesí contra la oscura silueta de las Olgas".
Las Olgas
son un grupo de formaciones rocosas situadas en la zona meridional del Territorio del Norte, a 25 km de Ayers Rock y con 1066 m.s.n.m en su cumbre más elevada.
De estos exploradores da cuenta un periodista y escritor Barcelonés, Xavier Moret, que ha exteriorizado la experiencia de recorrer medio mundo como reportero de televisión en diversos libros de viajes. Entre ellos “Boomerang, viaje al corazón de Australia”.


Moret por supuesto que tuvo sus propias palabras: "Me acerqué a contemplar la puesta de sol desde muy cerca de la roca. Las sombras del atardecer hacían que el Uluru, erosionado por el viento y la lluvia, redondeado por el paso de los años, mostrara la increíble variedad de sus formas curvas y sus continuos cambios de color. Lo rodeé sin apearme del coche, lentamente, maravillado por los detalles que me iba revelando aquel misterioso monolito: cuevas, barrancos, caminos abiertos por el agua, grietas, agujeros que hacían pensar en figuras caprichosas: animales paralizados en plena carrera, personas en actitudes extrañas, calaveras risueñas…
El Uluru es, sin duda un lugar lleno de fuerza y de energía, de una fuerza que no se puede llegar a comprender pero que está allí, en medio del desierto, ejerciendo de corazón enigmático de Australia".

Realmente, cuando leí todo esto no pude evitar encontrar en sus descripciones un lugar cercano e igual de extraño. Es en sí, el mismo cuadro con el que tantas veces se ha descrito el mundo pétreo del Monte Pindo. Sin un desierto y una llanura que lo rodea pero con la inmensidad de un océano a sus pies. Un pequeño macizo montañoso que rompe con la monotonía del paisaje y que enseguida capta la atención de los sentidos. Entre ellos el de la escalada.



































Bajé con el recuerdo hasta un rincón que veía, como escalador abstraído en la noche, a vista de pájaro. Tenía seis años cuando mis padres me llevaron una tarde de verano hasta un lugar apartado y profundo. Había gente que estaba descuartizando lo que para mi temprana edad significó un enorme pez. Había mucha sangre que llegaba hasta el mar por una rampa y un olor horroroso al que no estaba acostumbrado.



VEINTE AÑOS DESPUÉS

La vía de escalada Dile al sol ya había sido publicada. Veinte años después bajé una empinada cuesta en mi propio coche. Quería encontrarme con aquellos momentos de la infancia y una mujer.
Tenía la advertencia que Fina era una señora de carácter. La primera visión que tuve de ella fue desde el coche, circulando muy despacio. Estaba colgando la ropa en un tendal que no está a más de tres pasos desde la puerta de su casa, cruzando la estrecha carretera. Se apartó para dejar el camino libre. Hay varias casas pequeñas, algunas de ellas restauradas y que durante la época estival recobran vida.
Fina nació en Gures, con doce años se trasladó a escasamente dos kilómetros y vivir para siempre al lado de una ballenera que, en 1927, supuso una transformación en el paisaje.
Trabajó allí desde los dieciocho años. Donde llegó a haber cien operarios ya no hay nadie, sólo naves y terrenos abandonados.
Saludamos a Fina. Fui con tres compañeros de trabajo. Uno de ellos y conocido de la mujer, hizo la labor de relaciones públicas presentándonos y explicándole mi curiosidad por aquel lugar. Lo primero fueron los besos de cortesía y enseguida me arponeó:
- ¿Qué quieres saber?
- Fina, quería, por favor, que me hablase del último barco ballenero español que trabajó con base aquí.
- Pues estuvo el IBSA III – respondió sencillamente.

Originariamente el buque se llamaba STAR III, construido en un astillero noruego en 1951 y comprado en Agosto de 1978 por la empresa que se ubicó con base en Cee, rebautizándolo como IBSA III. En Abril de 1980 mientras permanecía atracado en el puerto de Marín (Pontevedra), el IBSA III sufrió un atentado por un grupo de desconocidos que fijó a su casco una mina submarina. El barco se hundió pero sus propietarios decidieron reflotarlo y mantenerlo operativo hasta 1982, año en el que entró en vigor la moratoria para la caza de ballenas. Disponía de un cañón arponero fabricado también en Noruega en 1947, utilizando varios tipos de arpones de cabeza explosiva con una distancia de tiro de veinticinco metros.

KONSBERG
VAPENFABRIKK
1947
Nº 542
POL. VII.

- Desde aquí salió para “La casa de los peces” de A Coruña su arpón. Recuerda eso Fina? – pregunté.
- Sé que lo llevaron para allí pero no puedo decirte mucho más – contestó.
Hablamos de las ballenas. Nos contó que siendo niña un día fueron todos corriendo al fondeadero porque allí se encontraba una azul. Fina hablaba aquella tarde, a sus sesenta y ocho años, con el reflejo en sus ojos del enorme mamífero muerto sobre las aguas, despedazado sobre el elemento líquido ante la imposibilidad de subirlo por la rampa.
- Tenía treinta y tres metros, jamás en mi vida vi algo igual.
- Pero, realmente, que quieres que te cuente? – insistió.
- Si pudiese recordar como fueron los últimos momentos de este lugar, el cierre de la ballenera, como fue su último día.
- El último día se cerró y todos se fueron para su casa.
Eché un vistazo alrededor mientras los demás preguntaban sus curiosidades. Observé las naves de la factoría, la rampa que surgía del fondeadero hasta la entrada de las mismas, los depósitos para almacenar el aceite, la vegetación que invadía algunas zonas, las laderas de un monte de bloques de granito, algunas nubes blancas que pintaban el cielo.
- Hay una vasija de barro en Cee, y lo mínimo que se debía era haberle puesto una placa “Recuerdo de Caneliñas”, porque de aquí salió – comenta Fina con cierto enfado.
- Cómo fue eso Fina? – pregunté.
- Quisieron probar con unas vasijas echas de barro pero el aceite se filtraba y se perdía.
Esa vasija ya no se encuentra en su ubicación original.
Fina se casó a los veintiún años. Su marido trabajó siempre en el mar, hasta que a los treinta y dos años un cáncer de estómago lo dejó definitivamente en tierra. Viuda y con dos hijos, los crió en contacto con aquella naturaleza extrema de vida y muerte, en una pequeña casa que heredó de su padre, la misma en la que sigue viviendo. Desde aquel rincón se fue un día en taxi hasta el aeropuerto de Lavacolla, animada por una hermana que estaba trabajando en Inglaterra, dejándose llevar por la seducción de cambiar su vida. Se iba a Londres para trabajar de camarera. Fina contó que sus hijos lloraban y que ella se iba muy triste. En el aeropuerto de Londres les esperaba el dueño del restaurante con los contratos listos para firmar y así poder quedarse en el país con el permiso de trabajo.
Fina me extendió sus manos, como supongo hizo aquel mismo día ante un desconocido que así se lo pedía. Sus manos curtidas por el sol, el frío y el agua salada delataban que era imposible que atesorase experiencia alguna como camarera. Se sintió perdida y el mismo día decidió regresar.
- Cuando llegué – cuenta – bajaba hacia la casa de mi otra hermana con quien dejé a mis dos hijos. Me los encontré sentados sobre una piedra, llorando por mí; entonces comprendí que jamás me separaría de ellos – explicó.


La tarde había caído. El sol ya no se reflejaba sobre las aguas del fondeadero y era la penumbra la que se adueñaba de aquel espacio, dejando un paraje asfixiado en una cierta tristeza. Sentíamos que caía el relente aunque una prenda de abrigo cubría nuestro cuerpo. Ella tapaba su piel con un sencillo mandilón que dejaba toda la longitud de sus brazos al descubierto. Estábamos inmóviles, escuchándola. Nos acompañó hasta el arenal, donde teníamos el coche. En el trayecto Fina me emplazó a que la visitase un día, que contar su vida y la de todo aquello no podía hacerse en una hora y al mismo tiempo nos reprochó entre bromas y risas, que con nuestra visita no le habíamos dejado trabajar en el huerto.
- ¿Pero tú que quieres que te cuente? – volvió a insistir.
- Fina, realmente vine curioseando, buscando un niño de seis años que pasó por aquí hace mucho tiempo. Tal vez con la idea de robar un buen relato, además, estoy seguro que entre tanta gente hubo alguna buena historia.
- Yo tengo una buena historia – dijo mirándome.
Fina recogió un burro, le regaló besos, caricias y palabras. Pastaba entre el arenal de Caneliñas y las viejas naves de la factoría.
- Hace frío – dijo la mujer.


Nuestro país ya no caza ballenas desde 1985. La Comisión Ballenera Internacional, en la que se integró España, decidió poner cuotas a la captura de este animal para evitar su desaparición. En el año 1980 se le concedió una moratoria de cinco años para la caza. El cupo de animales que podían capturar descendió y se sitúo en poco más de cien por campaña, que se desarrollaba entre mayo y noviembre, teniendo en cuenta el dato aportado por Julio Arias, que fue directivo de la empresa desde 1960, se cazaban una media de entre 160 y 180 cachalotes y ballenas anuales. La empresa entró en crisis por lo que presentó un expediente de regularización de empleo y el cierre definitivo de la ballenera llegó en 1985.
En la actualidad y bajo la denominación de caza científica y comercial, se capturan unos 1500 ejemplares del mamífero más grande y espectacular del planeta. Países como Japón, Islandia y Noruega hacen caso omiso a la moratoria

lunes, 18 de octubre de 2010

- 2 -
El peregrino









Marc me dijo que era de Avignon, que vivía allí con su mujer y sus hijos. Nunca me perdonaré no haber intercambiado nuestras direcciones ni teléfonos. Me despedía de todo el grupo con el que había cenado la última noche, éramos un poquito de cada lado. La mañana despertó alegre y el sol ayudaba a que la gente esbozase una sonrisa veraniega en sus caras. Ellos se quedaban un día más para admirar desde el cabo el espectáculo de la puesta de sol. De Marc me despedí el último en la terraza balconada de aquella vieja cafetería, con hierros oxidados en su balaustre. La salitre está metida en cada rincón de un pueblo marinero y nada puede esconderse de ella. A veces hasta una buena historia, si nadie la mantiene, puede acabar corroída e irrecuperable con el tiempo. Nos dimos la mano, nos deseamos suerte y nos abrazamos.
Mientras caminaba hacia el autobús que me acercaría a casa no puede evitar volver la mirada atrás en varias ocasiones. Dejo la mochila en la bodega y subo a ocupar mi asiento. Ruge el motor. El vehículo se pone en marcha y desde la ventana veo a Marc que ha bajado al asfalto para dedicarme, alzando los brazos, el último adiós. Nuestros ojos reflejaban tontamente la pregunta por qué diablos no nos habíamos dado nuestras direcciones de correo después de tres días de extraordinaria convivencia y camino.


Finisterre o Fisterra. Me inclino por el primer topónimo sin ánimo de castellanizar nada, meu Deus! No soy lingüista pero me acerca más a la designación primigenia del latín por mucho que las variaciones fonéticas digan que la segunda opción es la correcta. De la misma manera que se me hace ridículo Mugía o Arteijo o Sanjenjo o Puebla o yo que coño sé. Fuera de toda discusión académica, para mí podría significar una visita más a un pueblo cercano. La diferencia radicaba en llevar la condición de peregrino, pernoctar en el albergue y liberarse con una ducha de los sudores de la última etapa si uno no continua hasta Muxía como manda la tradición. En el trajín humano del edificio ves en las almas la felicidad de la promesa religiosa hecha, o tal vez nada más que el camino cumplido y la proximidad al final de una huída temporal de la vida cotidiana. En esos tres días se conoce a mucha gente y la hora posterior a la cena suele ser el mejor momento para entablar conversaciones e intercambiar experiencias.
Aquella noche en el albergue del Fin de la tierra se formó un pequeño grupo. Una estudiante suiza, un joven catalán de melena rizosa y vendedor de pollos vivos. Ambos muy alegres. Un joven y un señor de unos sesenta y cinco años de nacionalidad alemana, sin parentesco alguno entre ellos y de carácter reservado. Otro peregrino canadiense alto, muy alto, aproximadamente de la misma edad y cabello canoso igual que el anterior. Cerrando el círculo de peregrinos Marc y yo.


Mientras el Ara Solis se contempla desde el cabo, nosotros nos movemos juntos, en la penumbra, por un laberinto de calles que proporcionan estos pueblos apiñados de la costa. Charlando, sin que nadie pareciese extrañar a nadie, como si todos los fines de semana nos viésemos para hacer lo mismo. Buscando un restaurante recomendado para celebrar una cena organizada a última hora.
















OS TRES GOLPES



La planta baja estaba ocupada por el bar, un habitáculo pequeño y tres clientes que parecían formar parte de la fauna incondicional del local. Con viejas paredes sobre las cuales colgaban y siguen colgando pasados los años, un par de buenas fotografías. Testimonios impresos del naufragio del buque Casón que despertó a la población la madrugada del 5 de diciembre de 1987 y ejemplo visual estático para quien dudase del poder salvaje de la Costa da Morte.




El mar es como un glaciar. Puede devolver las víctimas de una tragedia, dejándolas en las rocas o en las arenas de las playas o puede callarlas y quedarse con ellas para siempre.

















Por unas estrechas escaleras se accedía al piso superior donde se ubica el comedor. Todos dirigimos la mirada, siguiendo el recorrido de un corto y también estrecho pasillo, hacia la cocina y a dos cocineras que asomaban descaradamente para, quizás, catalogar que clase de personas, personajes o personajillos iban a degustar, sin una duda razonable, su buen hacer entre fogones. En la cena por supuesto no faltó el marisco y el vino, rico, siempre rico. A pesar de la diversidad de idiomas mantuvimos una cena animada en conversación, unos haciendo de intérpretes de otros, sabiendo un poquito de la vida de todos, trasladando esa coexistencia nocturna, de nuevo perdida en callejones, hasta el último bar que quedaba abierto.



Marc y yo nos conocimos en la aldea de Trasmonte a finales de Junio del 2002. Me encontraba estático, centrado en una fotografía sobre el paisaje que iba abriendo a la vista mi Negreira. En un momento instintivo me di la vuelta sintiendo que alguien se acercaba, lo esperé, consideraba absurdo caminar muy cerca de otra persona que llevaba el mismo cometido. Quizá lo normal entre peregrinos es saludarse y hacer un poco de tiempo para dejarse distanciar uno del otro y no interrumpir la soledad que muchos buscan en esta senda espiritual. Me saludó con acento francés, por mi parte – il n`y a pas de problème, moi je parle français. Nos presentamos, nos tanteamos y a las tres de la tarde le indiqué que estábamos a cuatro kilómetros del albergue y que el bucólico paraje de Puente Maceira era un lugar idóneo para echarle algo al estómago. Y así fue. El Puente Maceira es conocido como A Ponte Vella, construido en el siglo XIII y que sigue resistiendo inamovible los embates de la naturaleza. En 1904 unos obreros colocaban puntales de madera para levantar otro puente río Tambre abajo; entonces se le conoció como “A Ponte Nova”. Lógico no? A principios de este siglo, las nuevas vías de comunicación que atraviesan el Val de Barcala para unir la capital gallega con la Costa da Morte requirieron de otra nueva construcción y eso llevó a preguntarme si la gente acabaría por denominarla “A Ponte máis Nova”, aunque finalmente en una señal de color marrón se puede leer “Viaducto del Tambre”.


Marc llevaba tres meses fuera de casa, haciendo kilómetros a pie con una mochila, dos pares de botas, dos pares de calcetines, dos calzoncillos, dos camisetas, dos pantalones desmontables, un forro polar y un buen impermeable. Ah y una tarjeta de crédito.
En Negreira está el albergue de la primera etapa del camino de Santiago a Fisterra. Andy fue el primer hospitalero del albergue. Se sorprendió mucho al verme de peregrino y no se le ocurrió otra cosa que preguntarme que hacía allí, que me fuese a mi casa a dormir. Era el primer peregrino del concello que pernoctaba en el albergue, considerándolo suficientemente importante como para sacarlo en la prensa.
Andy, es uno de esos personajes que pertenecen a la vida de los pueblos donde todos nos conocemos. Desde pequeño siempre le gustó el mundo animal y en su agitado interior, vivía un alma de biólogo. Lo normal era verlo cazando ranas para diseccionarlas colgadas del tendal de la ropa. Mi primo Fernando y Toño, que nos criamos juntos, también quisieron realizar su propio experimento. Destriparon una rana con una punta. Decir que estaba oxidada es lo de menos. Examinado el anfibio cerraron su abdomen con aguja e hilo de costura, volviendo a depositarlo en su hábitat y concluyendo en su estudio que sobrevivió dos días.
Marc y yo hablamos de muchas cosas. Trabajaba como químico o biólogo, o las dos cosas a la vez, para una marca cosmética y viajaba por medio o por el mundo entero en busca de algas o cualquier cosa que pudiese servir para fabricar una crema anti envejecimiento. Sí, creo que fue eso lo que me dijo que hacía. Ahora había caminado hasta el fin de la tierra, en busca del Ara Solis. Necesitaba rejuvenecer el espíritu.
Yo, me venía de vuelta a casa a cambiar la mochila de peregrino por la de escalador en Picos de Europa.



"Somos (...) peregrinos que a lo largo de caminos diversos penamos con destino a la misma cita".


A. de Saint-Exupéry



El peregrinaje me trajo definitivamente a esta zona tan llena de vida, cuando accedí como bombero al parque comarcal de Costa da Morte.
Camilo José Cela se vio envuelto en la polémica con Madera de boj y yo no soy quién de opinar nada al respecto, pero creo que se perdió no haber conocido a Gerardo Estévez, que no es el mismo que fue alcalde de Santiago. Gerardo Estévez, Gerardiño dio siete veces la vuelta al mundo. Me contó que es de Muros pero que se vino a vivir a Cee cuando se casó. Gerardo trabaja en Protección Civil. Es impulsivo, “arroutado” y sin tabúes a la hora de contar su vida. Explica con orgullo que hace muchos años anduvo embarcado y cogió ladillas en las putas y tener ladillas en un barco no es de agrado para el resto de la tripulación. Le recomendaron que se bañara en gas – oil y así lo hizo, pero el hedor que desprendía a hidrocarburo era tan insoportable que lo tuvieron durmiendo una marea entera a él solo en un pequeño espacio habilitado en proa. Gerardo es un hombre cargado de experiencias. No hace mucho vinieron a buscarlo unos compañeros de trabajo cuando estaba pescando en su rato libre en el muelle de Brens. Reclamaban su ayuda porque unas prostitutas de A Anchoa – la recta donde está la playa A Langosteira – se habían dejado las llaves dentro del piso. La maniobra no le llevó más que unos segundos pero acababan de interrumpir su tarde y eso ni el desplazamiento oportuno hasta el lugar no entraban en su jornada laboral.
- Son veinte euros – les espetó.
- No puedes cobrarnos tanto por este trabajo en tan poco tiempo – contestaron las chicas.
A Gerardiño hay cosas que le ofenden y eso le ofendió.
- Si vosotras cobráis cincuenta euros yo cobro veinte y tengo que venir desde Cee.
Ellas insistieron en su regateo y a Gerardiño no se le puede discutir su labor, así que les volvió a cerrar la puerta delante de sus narices, maldiciendo con más blasfemias que las que el propio Hergé no puso en boca del capitán Haddock. Tuvieron que ir a buscarlo de nuevo al muelle de Brens donde había dejado su caña y con insistencia y de mil por favores accedió a ir de nuevo, eso sí, cobrando por adelantado.




Mi primer encuentro con Gerardo fue en un día de trabajo, cuando Cee se vio anegado después de los incendios forestales del 2006. Yo estaba con el agua por las rodillas porque ya había bajado considerablemente, buscando las tapas de alcantarilla con una pata de cabra para aliviar el nivel. Hacía mí vino un tipo de barba y cara de pocos amigos, formando ola, provocada por su desplazamiento enérgico en la plaza inundada como un remolcador por la ría.
- Estuve achicando agua en la iglesia – refiriéndose a la parroquial de la Virxen da Xunqueira, que está en el Relleno, que es así como se le conoce a la zona que se le ha ganado al mar. Tenía todo achicado y no me viene el cura a decirme que no le podía dejar aquello así, lleno de lodo, que quien iba a limpiar.
A Gerardiño Estevez, que no es el mismo que el que fue alcalde de Santiago, no se le puede replicar porque puede tener una mala respuesta aún siendo un párroco, a mí me explicó que su contestación fue que la limpiaran él y las catequistas.
Comentando esto entre mis compañeros me contó Ángel, que es de Rianxo y que ahora ejerce la profesión en Pontevedra, que allí está un tal Matías, superando con creces los setenta años y bebiendo producto de la tierra, Ribeiro. Entre risas explicaba que un día viniendo de la fiesta de Dimo se lo encontraron con la cabeza metida en una riega y todos se apresuraron a socorrerlo. En una situación de este tipo, cuando se le encuentra la respiración a la víctima, siempre se pregunta lo mismo.
- ¡Matías! ¿Estás bien?
- ¡Siii! – respondió con voz ronca. Estoy esperando a ver si pasa un submarino que me lleve a casa.



lunes, 11 de octubre de 2010

- 1 -
La luz artificial











Mi compañero de cordada dormitaba en su saco, había escalado muchas montañas a lo largo de su vida, y en dos de ellas abriendo más caminos verticales que ningún otro semejante, pero nunca había escalado tan próximo al Fin de la Tierra.
Me gustaría ver la tienda de cúpula plateada desde ahí abajo o, mejor aún, desde enfrente, al otro lado del río donde se ubica el acondicionado mirador que se haya situado a la misma altura a la que nos encontramos. La diferencia es que se llega cómodamente sin necesidad de esfuerzo alguno, a salvedad de pisar a fondo el acelerador de un motor que se resienta del paso del tiempo para superar, sobre el asfalto, el fuerte desnivel. Si en el transcurso de la tarde alguien se percató de nuestra presencia le habría llamado poderosamente la atención. A simple vista y sin ningún tipo de lente que pudiese acercar su visión, se preguntaría que diablos sería aquel punto que brillaba con reflejo metálico rompiendo el tono rosáceo que la luz del atardecer le otorga a esta piedra del Monte Pindo y, sobre todo, como podía estar instalado en aquella repisa sobre una zona que semeja inexpugnable. Incluso, lo que menos se le pasaría por el pensamiento en un primer instante es que fuese una sencilla tienda, aunque supongo que finalmente lograría acertar con tan simple artilugio.
Eso debió motivar que alguien fijase su mirada en nuestra primera y tardía función de un primer largo de cuerda que decidimos dejar abierto aprovechando la luz del cenit. Cerca de las once de la noche y dispuestos a atender nuestros estómagos, comenzamos a oír gritos desde abajo y a ver señales de linternas que parecían dirigirse hacia nosotros. Como anfiteatro sobre el que estábamos, podíamos escuchar perfectamente los llamamientos, alaridos mejor dicho, de un individuo que no cesaba de preguntarnos si estábamos bien al tiempo que, insistentemente, nos hacía señales de luz. Indudablemente requirió su atención nocturna un corto ir y venir de nuestras linternas frontales por un terreno que, como habitante de la zona y conocedor del lugar suponemos, consideraba intransitable. Quizás, también vino dada su alarma porque es raro el año que no se pierde algún pequeño grupo de excursionistas que les cae la niebla o se enriscan sin más capacidad que la de quedarse terroríficamente inmovilizados. Nos movíamos sobre un escenario muy distanciado de cualquier punto que pudiese considerarse la primera fila del patio de butacas de un teatro. Actuábamos con un fascinante decorado pétreo. Solos. Puede que con alguien más que un único individuo como público. Finalmente optamos por bajar el telón apagando la luz del escenario, nuestra luz, y dar por concluida esta tragicomedia.
Cuando estoy en ese extraordinario balcón sobre la ensenada del Ézaro y el río Xallas, el único de río de Europa que desemboca en directa e imponente cascada sobre el mar – eso cuando la hay – intento imaginar como puede verse una cordada sobre esta gran placa y la oportunidad de poder seguir, desde excepcional ubicación, cual espectador anónimo, sus movimientos hasta alcanzar la cima.

Cargar peso en exceso convierte la aproximación hasta la base de la pared en algo muy sufrido, pero si ese peso es en comida que va a convertir la cena en algo lujoso bien merece la pena el esfuerzo. Como pareja de escaladores era la primera noche que pasábamos juntos. Acurrucados uno al lado del otro. Por lo que a mí respecta estoy contento, no ha dado ni un ronquido y apenas cambia de postura, lo que también evita hacer ruido y espabilar un sueño ligero. Todo lo contrario a lo que ocurriría en las siguientes ocasiones y distintos lugares en los que decidimos tumbar nuestros cuerpos para dormir. Sin siquiera oírlo respirar, me despierto aguantando las ganas fisiológicas de expulsar líquido. Me incorporo levemente. Permanezco un rato con el cuerpo completamente estirado y apoyado sobre los codos. Desde el interior alcanzo una escasa visión hacia afuera a través de la tela mosquitera. Esa tarde habíamos tenido un insufrible encuentro con ese molesto insecto y una enorme pandilla de amigos mientras abríamos ese primer largo a una nueva vía. Hacíamos verdaderos equilibrios en la escalada mientras nos atacaban por todos lados, penetrando por los orificios del casco y pinchando por encima de la malla y la camiseta. Utilizamos hasta el martillo para defendernos y aplastar a un minúsculo enemigo. El resultado fue catastrófico para nosotros, teníamos bultos por todo el cuerpo y sobre todo por la espalda. Literalmente estábamos acribillados.
Realizo un ligero movimiento a mi izquierda para coger el móvil. Miro la hora en el reloj más moderno de bolsillo. Las cuatro y cuarto de la noche. Llamo susurrando a Andrés y no hallando respuesta tengo la certeza de saber que está durmiendo plácidamente.

Todos coinciden, es increíble la intimidad, el aislamiento y el anonimato que ofrece la frágil tela de una tienda de campaña. Podemos estar en cualquier lugar y siempre tendremos las mismas sensaciones.
T. Orde-Lees, miembro de la tripulación del Endurance en la célebre expedición de Sir Ernest Shackleton a la Antártida, lo explicaba muy bien en su diario en una de las aventuras más extraordinarias vividas por los grandes exploradores: “Las paredes de las tiendas son muy finas, más finas que este papel, y tienen orejas tanto por fuera como por dentro, y se oyen y escuchan muchos framentos de conversaciones que no deberían oirse”.


Nosotros a esa hora no teníamos ninguna conversación y menos aún, había más tiendas y oídos a nuestro lado.

…“una vez cerrada la cremallera y oculto a la vista del mundo exterior, desaparece todo sentido de ubicación. En Escocia, en los Alpes franceses, en el Karakorum, es siempre igual”… - escribía Joe Simpson en su novela Tocando el vacío.

Lentamente abandono el saco de dormir. Andrés continúa en su sueño, procuro no hacer demasiado ruido, abro la puerta muy despacio, siguiendo con la mirada el recorrido semicircular de la cremallera, apoyo mis manos en el exterior y como animal que sale de su madriguera doy un primer vistazo a uno y otro lado. Olfateo el exterior. Huele a roca, a río y océano. Huele a vida. La noche es muy clara y la temperatura muy agradable después de un caluroso día. En estos instantes sólo se escuchan sonidos que la propia naturaleza emite y nadie, absolutamente nadie, molesta e interrumpe ese momento tranquilo y especial que estás viviendo. Sin duda eso tiene que ser algo parecido a respirar mucha calma. La necesidad fisiológica apura y es prioritaria. Me acerco hasta el borde de la repisa en absurda y desafiante actitud. El chorrito cae verticalmente desde una altura de veinte metros. Ni los hilos de agua que escapan del embalse de Santa Uxía, recorriendo los ochenta metros de la cascada final del río Xallas dejando un leve rugido en su brava caída, me parecen tan colosales. Surge una sonrisilla.
Decido quedarme un rato afuera. Me siento con los pies colgando de la repisa. Donde llevo la mirada encuentro poesía. Tengo la sensación de que no puede existir nada malo.
Todo cuanto veo solo me transmite tranquilidad y me pregunto desde tan poca altura, que sucede ahí abajo? Que hace la gente? Pienso en las montañas y en todos los paisajes. La naturaleza es extraordinaria y aquí abajo en un rincón del mundo hemos descubierto y vivido muchas aventuras, sin duda más de las imaginables. Puede que seamos algo parecido a unos aventureros de andar por casa.
La naturaleza. Cuando se está tranquilo como ahora se recuerdan muchas cosas, se piensan muchas cosas.

El soldado Witt, un hombre que pondría la cabeza en la guillotina por cualquiera, se pregunta: “Por qué esta guerra en el corazón de la naturaleza? Por qué destruir tanta belleza?”. En las continuas y acertadas reflexiones que ofrece La delgada línea roja, toda la jerarquía militar coincide en el mismo pensamiento: “La guerra no ennoblece a los hombres. Los convierte en perros. Los envilece. Envenena sus almas”.

El malogrado alpinista británico George L. Mallory también vivió la triste experiencia en la Primera Gran Guerra y tuvo palabras para ella: … “Cuando recuerdo los hermosos jardines y las flores de la primavera en este hermoso país, la guerra me parece más que nunca algo inconcebible y monstruoso” (…) “Oh, ¡que tristeza!, exclamo a menudo cuando veo la muerte por todas partes, y la furia me invade cuando veo cadáveres sin enterrar”.

Años más tarde, la Segunda Gran Guerra.

…“Los muertos y los moribundos se apilan detrás de ellos. Se puede prácticamente atravesar la playa sin tocar el suelo de lo llena que está de cadáveres. La muerte está por todas partes y tiene múltiples rostros. Me pregunto si seré capaz de olvidar todo esto… ". Soldado Melvin B. Farell, Omaha beach, 6 de Junio de 1944.




La playa. Pocas cosas hay tan relajantes como contemplar el fuego de una hoguera o sucumbir al rítmico sonido del mar. Ayudado por la noche clara y las luces de las farolas, desde aquí arriba distingo las olas que suavemente mueren en la playa, rompiendo acompasadamente el silencio, dejando en su longitud líneas blancas de espuma al pie de la arena… las recorro con la mirada y en el romántico desaparecer de cada una, se dejan ver en esta cita los viejos amores y los amores que nunca se olvidan.




“Ya nadie sueña con pisar la luna”, ¿recuerdas? Siempre se muere con un inmortal amor – “Todo el inmortal amor que inunda mi alma está contigo” – escribió Ruth, la amada Ruth a Mallory en su último y fatídico intento de escalar la cima virgen del Everest.



Cielos, si es verdad que sueño,

Suspendedme la memoria,

Que no es posible que quepan

En un sueño tantas cosas.


La vida es sueño. Pedro Calderón de la Barca.





..."la tierra tiene puestos sus lindes

y el hombre disfruta de su conquista".


Magallanes, el hombre y su gesta". Steffan Zweig

domingo, 10 de octubre de 2010



DILE AL SOL
es el nombre con el que bauticé una vía de escalada en el macizo del Pindo el 10 de septiembre del 2000 con Andrés Villar, después de un primer intento, unos meses antes, con Marcial Martínez. En aquella primera ocasión el mal tiempo nos expulsó de una pared que supera los doscientos metros.
Este título da cuenta de una experiencia como peregrino y viajero hasta el Finisterrae. Surge la historia, a raíz de la apertura de otra vía en la misma vertiente del Pico O Barquiño, dos años más tarde. Es, en definitiva, un viaje en capítulos por el mundo de la exploración. Aquellos hombres y mujeres aventureros que buscaron los extremos de la tierra donde el cabo Finisterre fue y es uno de ellos.